El encuentro de dos mundos a quinientos años de distancia: Francisco Ángel Maldonado Martínez*

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El encuentro de dos mundos es un tema fascinante para la literatura y la ciencia ficción. Sobran películas que nos plantean la situación límite que significaría un contacto extraterrestre. ¿Qué pasaría si de repente llegara a la tierra una nave gigantesca con tripulantes desconocidos y quizá hostiles? Lo que es gran motivo de ventas para el cine y las series de televisión surge de un hecho incontrovertible: que los choques entre civilizaciones sí han existido y han moldeado el mundo en que vivimos.

 

El 8 de noviembre de 1519, Cortés y sus 400 hombres fueron recibidos por Moctezuma en la entrada de Tenochtitlán, la metrópoli azteca que dominaba lo que hoy es el Valle de México. Cinco siglos del supuesto abrazo entre el conquistador español Hernán Cortés y el emperador azteca Moctezuma II, sus nietos decidieron encontrarse y abrazarse en el mismo punto donde debió de haber sucedido el encuentro entre dos mundos. Las calles de Pino Suárez y República de El Salvador en la Ciudad de México fueron la locación para que Federico Acosta y Ascanio Pignatelli, descendientes del emperador y del conquistador, respectivamente, se fundieran en un nuevo abrazo, que dio la vuelta a las redes sociales por su poderoso simbolismo.

 

Los descendientes del tlatoani y el conquistador de aquella época se reunieron frente a mosaico que muestra el encuentro entre Moctezuma y Cortés afuera del Templo del Hospital de Jesús Nazareno, en Ciudad de México, donde descansan los restos del conquistador español. Federico Acosta, en su breve mensaje a la prensa que atestiguó el hecho, pronunció algo que no deja de ser cierto: “somos un gran país pero hace falta que recuperemos nuestra identidad; si nos creyéramos lo que éramos antes de la invasión española podríamos emular esa grandeza”. El descendiente de Moctezuma II tiene razón. Si México es la suma de culturas que es, quizá deba encontrar un nuevo cauce para definir su identidad nacional. No somos culturas aisladas, por ejemplo, la oaxaqueña o la yucateca, o la del Bajío; en el fondo somos un solo que comparte una gran diversidad.  

 

El problema con la historia es que no podemos recrear fielmente lo que sucedió. Por más que lo intenten, las y los historiadores solo se aproximan a la reconstrucción de los hechos pasados y a su interpretación. A cinco siglos del encuentro entre los mexicas y los conquistadores, somos testigos de un nuevo evento que ahora ha quedado registrado por las cámaras de video para la posteridad, pero solo podemos interrogarnos acerca de qué sucedió realmente a la entrada de los españoles al que era el imperio más poderoso que hubiera existido en lo que hoy es México. ¿Fueron venerados, vistos con miedo o en el fondo rechazados desde el principio esos hombres nuevos que no pertenecían a este continente?

 

Si bien cada mes de septiembre es la ocasión para reivindicar los ideales de libertad y justicia que promovieron la gesta independentista de 1810, lo cual nos define como nación mexicana, haríamos bien en pensar que nuestras raíces no se encuentran únicamente a partir de este hecho; y que la conquista española y la Colonia que dominó durante tres siglos la vida en todos los aspectos no deberían generar un sentimiento de animadversión hacia quienes son parte de nuestra herencia: los españoles. Abrir heridas que se remontan más allá de nuestro entendimiento no contribuye al país que somos, y que ciertamente tiene en sus pueblos originarios a los principales guardines de conocimiento y sabiduría popular, pero también en el mestizaje a un elemento de cohesión y riqueza heredada de siglos. En otras palabras, que la historia que nos contaron es más que la lucha de buenos contra malos, y que los héroes y los villanos deberían quedarse en las series y películas taquilleras que señalé al principio.

 

Hoy México enfrenta grandes desafíos que van de la inseguridad a la falta de crecimiento económico. Hay que decirlo, el panorama no es el mejor para el próximo año y nos duele observar que a nivel Latinoamérica hay tantos pendientes, que solo así se explican los estallidos sociales de las últimas semanas. Volviendo a México, se observa un país crispado, con grupos de poder en disputa que subrayan los desacuerdos que algunos ven como insalvables. La complejidad de nuestra vida política ha supuesto que perdamos de vista temas más trascendentes como el relativo a nuestra identidad: ¿de dónde venimos y a dónde vamos los mexicanos a quinientos años de iniciada la conquista de México? ¿Seguimos enfrentados por una conquista que no nos perteneció a nosotros?

 

Tal vez en vez de solicitar perdón al rey de España y al papa por los abusos cometidos contra las poblaciones indígenas en aquella época, lo que nadie niega, bien haría el gobierno de la República en convocar a un profundo diálogo étnico y cultural. Bien haría también en que ese diálogo nos permitiera avanzar a ser una nación más democrática y moderna, en donde se respete la voz de todos los actores y ninguno sea menospreciado por su filiación política y menos aún por su condición económica o social. A México le urge la reconciliación, pero no entre quienes perpetran el mal y enlutan a familias enteras, sino entre quienes trabajan todos los días para verlo crecer. El orgullo de ser mexicanos es algo que se demuestra con el ejemplo.

 

Estamos a tiempo de darnos el abrazo al que ya nos convocaron los descendientes de dos civilizaciones que siguen moldeando el México que somos. El Cortés y el Moctezuma de nuestro tiempo ya señalaron el ejemplo, se hayan dado o no un abrazo en realidad sus antepasados poderosos, ellos han dado una muestra de humildad y creado una imagen poderosa: es mejor entenderse que pelearse. La tarea que nos dejan no es fácil: se trata de trazar el camino de a dónde queremos llegar, de plantear los nuevos términos de nuestro destino.