Es preciso reconocer que si los tiempos son difíciles lo son aún más para las mujeres. Y esto es una realidad desde la infancia. Educados de acuerdo con una visión canónica del género, niñas y niños recibimos roles preasignados por un orden social que, hay que decirlo, es machista. Esta cultura está muy arraigada y debe ser transformada, pero no es una tarea que dependa solo de las instituciones públicas. Como si fuera automático, se pensó que con un régimen más democrático, después de 2000, tendríamos una sociedad de mayores libertades políticas, económicas y sociales. En medio de esta discusión la cuestión de género no fue una prioridad.
A dos décadas del comienzo de siglo, México enfrenta una ola de violencia inaudita. Violencia social y violencia intrafamiliar. Historias de terror de una sociedad que parece no encontrar un camino seguro hacia la paz. Y las mujeres sufren las peores consecuencias de una estructura social dañada en sus bases y de un Estado débil en la tarea de restablecer las condiciones de la convivencia social sana.
Dos casos recientes cimbraron la opinión pública. El primero es el de Ingrid, una joven torturada, asesinada y desollada por su pareja. El uso deleznable que un periódico de la ciudad de México hizo de las fotos que tomaron de su cuerpo los policías que arribaron a su domicilio en la Alcaldía Gustavo A. Madero nos recordó que algunos medios no conocen alguna ética detrás del periodismo amarillista que realizan. Por vender y antes del 14 de febrero, el periódico La Prensa colocó un llamado ofensivo además de las fotos de Ingrid: “La culpa la tuvo cupido”. No en balde se realizó la protesta organizada por mujeres que ese viernes culminó frente a Palacio Nacional y también frente a las instalaciones del diario.
La exigencia de frenar la violencia de género no ha sido prioridad nacional. Debe reconocerse el esfuerzo de todas las mujeres que están luchando porque esto cambie; la realidad del país volvió a sacudirnos a todas y todos. Fátima, una niña de apenas siete años de edad, fue secuestrada a las afueras de su escuela, torturada, abusada, asesinada y tirada en un basurero. Los asesinos, una pareja de conocidos de la familia de la niña, creyeron que era fácil cometer una atrocidad así. Aunque al momento de escribir esto no han rendido su declaración, la tía que los denunció con las autoridades ha señalado que Mario “N” le exigió a Giovanna “N” una niña para hacerla su novia bajo la amenaza de que si no se la llevaba abusaría de sus dos hijas.
Esta historia atroz y desgarradora ha conmovido al país. La muerte de Fátima es un punto de quiebre en la historia reciente y pone al descubierto la ausencia de las instituciones para atender a una menor en la capital del país, pero también la crisis del sistema de justicia, que es tal que a los agresores les parece fácil planear sus delitos con la idea de encubrirlos. De ahí que la intención, descubierta en medio de la discusión de una reforma judicial, de modificar el tipo penal de feminicidio sea el peor error, ahora desmentido por el fiscal general Alejandro Gertz, y por el propio presidente. El feminicidio existe por una razón, visibiliza las agresiones en contra de las mujeres por motivos de género, y cualquier intento de reformar esta conquista de la lucha feminista sería un retroceso y nos llevaría décadas atrás.
Estoy consciente de que escribir estas líneas desde la posición de hombre puede ser objeto de descalificación, sin embargo, tengo motivos personales para celebrar la iniciativa de Un día sin mujeres, propuesta para el próximo 9 de marzo, un día después de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer. Soy hijo, esposo y padre de familia de dos niñas. A mis hijas siempre las he valorado como lo más importante en mi vida, y no podría imaginar qué sería de mí en una situación en la que su vida corriera peligro. No puedo imaginar el dolor de un padre que pierde a una hija, menos a manos de gente desalmada como los asesinos de Fátima, una menor indefensa, seguramente llevada con engaños luego de ir a su escuela.
Según cifras oficiales en 2019 en el país se cometieron más de mil feminicidios. Por si fuera poco, más de 66% de las mujeres del país, 30.7 millones, han enfrentado violencia de algún tipo y de cualquier agresor al menos una vez en su vida. Son cifras alarmantes y que han ido al alza. Bajo cualquier Estado de Derecho deben llamar a la reflexión sobre qué estamos haciendo mal y qué podemos corregir.
La iniciativa de Un día sin mujeres ha sido respaldada por diversas instituciones públicas, y es un llamado a la consciencia nacional respecto a un tema grave y que debe resolverse inmediatamente. Por cierto, que buscar detrás de esta iniciativa intereses ocultos, como se ha mencionado recientemente, e incluso la idea de que la “derecha” o “los conservadores” están detrás del llamado de los colectivos de mujeres no hace sino reforzar la convocatoria. El llamado es a que los tres órdenes de gobierno y la sociedad actúen conjuntamente para frenar la ola de violencia contra las mujeres inmediatamente.
La crisis del presente es producto de una larga descomposición social que no empezó con la violencia relacionada con el narcotráfico. Es anterior. Es una crisis que está en las bases de nuestra convivencia y que pudre su raíz. Mientras no transformemos la vida colectiva como un asunto que empieza en casa y continúa en la escuela, es imposible que logremos una sociedad más sana. Mientras no acabemos con la cultura machista, no detendremos lo que después son actitudes graves, violentas e incluso homicidas por parte de los hombres.
Ninguna pinta, ningún vidrio roto, ninguna puerta dañada, va a devolver las vidas de quienes fueron arteramente asesinadas. En su memoria, la protesta es una acción mínima y consecuente. La aplicación de la justicia y acabar con la impunidad hacia los agresores es el gran reto de México en estos momentos.
*Director General del ICAPET