¿Morirse de COVID o morirse de hambre?: Moisés Molina

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El avance incontenible de la pandemia  ha puesto a muchos en un dilema que se traduce en un nuevo desencuentro.

 

Es incontestable la urgencia de proteger la salud y la vida, pero la necesidad de ganarse el sustento y no perder poco a poco lo que tanto esfuerzo ha costado cobra, con cada nuevo día, tintes también de urgencia.

 

El cierre de negocios y el llanto desesperado de pequeños comerciantes ante el paro económico han sido las notas de los últimos días.

 

En la capital de Oaxaca los tianguistas transigen con la autoridad que les impide instalarse donde habitualmente lo hacen los martes, y vuelven a transigir con los vecinos que, irritados, bloquearon las inmediaciones de la unidad habitacional del FOVISSSTE en donde los vendedores fueron presuntamente reubicados.

 

Todos tienen sus razones y no se discuten. Hay quienes no quieren contagios ni muertes, pero hay quienes además tienen la real necesidad de trabajar para llevar el sustento a sus casas.

 

Oaxaca vive, en buena medida, del turismo y muchos prestadores de servicios ya tampoco aguantan.

 

Todo el que tiene un negocio quiere abrir y mucha gente gente, por salud mental, por irresponsabilidad y cada vez menos por ignorancia e incredulidad han decidido pasarse el semáforo.

 

En un país donde hoy toda la discusión pública la ha contaminado la propaganda política, se ha hecho cada día, conforme avanza la pandemia, más difícil entrar en sintonía con la autoridad sanitaria que se empeña en medir con diferente vara a las entidades federativas.

 

A Oaxaca la urge el semáforo naranja para ir abriendo gradualmente -reitero- gradual y mesuradamente las actividades económicas. Si la Ciudad de México, Veracruz, Chiapas y otros estados pueden y lo están haciendo, ¿por qué nosotros no?

 

Las experiencias cercanas con las víctimas mortales del COVID han multiplicado el temor y la conciencia. Pero siempre hay excepciones.

 

¿Qué nos queda? La responsabilidad personal de cuidarnos a nosotros mismos y de cuidar a los demás. De considerar que el virus puede estar en cualquier parte y de que no hay vacuna.

 

Hace unos días durante un viaje de trabajo, dos niños de uno de nuestros municipios costeros con una muy baja incidencia de contagios nos gritaron al vernos con cubrebocas: “¡Eso no existe!”.

 

Nuestra obligación era cuidarlos a ellos.

 

Oaxaca es por antonomasia un pueblo solidario, el tequio y la guelaguetza son expresión de nuestro genoma cultural.

 

Nada nos cuesta cuidarnos y cuidar a los demás.

 

Nada nos cuesta lavarnos las manos con la mayor insistencia posible.

 

Nada nos cuesta el uso permanente, al menos, del cubrebocas.

 

Nada nos cuesta respetar la sana distancia.

 

Y aunque nos cuesta y nos incomode, insistamos y persistamos en llamar la atención y generar conciencia en aquellos que todavía no creen o se sienten inmunes. El próximo puede ser uno de los nuestros.

 

Desgraciadamente el mal ejemplo ha cundido desde el vértice del poder público y eso no ha ayudado.

 

Debemos tener bien claro que esto no es un asunto que, a estas alturas, puedan solucionar los gobiernos. La solución está en el ejercicio de una ciudadanía responsable. Es nuestra obligación. Asumámosla. Aún estamos a tiempo.