Hojas de papel volando | “Niñez, divino tesoro…”: Joel Hernández Santiago

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Cuando somos niños queremos ser mayores, adultos, ‘grandes’. Entre nuestras importantísimas responsabilidades como son la escuela, la tarea, el quehacer o las labores asignadas, bolear los zapatos, ir por los mandados, jugar en casa o con los cuates afuera… o trabajar, cuando se tiene esa responsabilidad, esa es una de nuestras máximas ilusiones; ni más, ni menos.

Ser grandes –como se decía entonces a los adultos-; ser mayor, ser con pantalones de cinturón. Vestir en todo como ‘los grandes’; comer ‘como los grandes’; ser libres ‘como los grandes’; no tener que pedir permiso para nada ‘como los grandes’; entrar y salir a cualquier hora de la casa ‘como los grandes’; no tener que hacer la tarea ni aguantar a los maestros por sus coscorrones, o reglazos o borradorzasos, ‘como los grandes’. Y así el sueño del futuro.

Mientras, no se nos ocurre pensar en esa felicidad que tenemos en las manos, en los ojos, en los oídos, en la nariz y en la boca: Esos cinco sentidos dispuestos a devorarlo todo en esa época en la que ese todo está ahí, novedoso, inquietante, sorpresivo. Muchos años después sabremos que aquello fue “lo mejor de nuestras vidas”.

 

Es la realidad la de la condición humana: El ineludible tiempo que pasa, para todos y, como sin sentirlo, de pronto un día ya no somos ese niño que fuimos.

Como si al descuido todo hubiera pasado en la vida de uno y uno suma conocimientos distintos, experiencias, saberes insospechados, conoce a gente de todo talante; ‘los buenos, los malos, los feos’, diría Sergio Leone.

Y uno hace travesuras y vive intensidades corrosivas, como también renovados días de querer mucho a los demás, a la familia querida, a los amigos más queridos, a los cuates, a los colegas y ‘al tiempo que nos queda libre si nos es posible dedicarlo a nosotros…’ [La juventud es otra etapa que asimismo puede ser archi feliz, como también es cuando “me busco y no me encuentro”].

Y entonces el tiempo como que se achica. Ya no es el eterno tiempo de los días interminables de entonces. Ahora todo está medido por el reloj de pulso que nos marca el ritmo de vida, el tener que hacer esto a tal hora, el salir corriendo para estar allá a tal hora, el reunirte con gente conocida o desconocida por razones de reloj-tiempo-responsabilidades profesionales o personales.

Y hay aciertos como hay errores. Se experimenta en cabeza propia todo lo que es la vida, su dulce que sabe a ‘trompada de piloncillo’ o salado y picoso que sabe a chamoy o hasta a hiel de pollo. De todo se junta al pasar del tiempo y es cuando añoramos “la dicha inicua de perder el tiempo”, que dijera don Renato Leduc.

Y es entonces cuando se quiere volver a ser niños… Uno quiere ver el mundo como se veía entonces: si se fue un niño feliz, como la mayoría lo hemos sido: un mundo amarillo y anaranjado o del azul profundo por las tardes… Y uno quiere regresar a la casa sin tanta responsabilidad y encontrarse con la sopa caliente en la mesa y la sonrisa de quienes nos acompañan. (O a lo mejor hasta la jeta del hermano con el que nos peleamos de tiempo en tiempo, aunque nos adoremos).

Y todo esto viene al caso porque de un tiempo a esta parte como resultado del confinamiento por la pandemia que asola al mundo –y a nosotros en México–, extrañamente se ha incrementado la lectura de “libros para niños”, que no necesariamente son para niños.

Y se consumen libros ya por vía digital o librerías –cuando se puede- en los que el rey es hoy “El Principito”… (De Antoine de Saint Exupéry. V. Hojas de papel volando del domingo 7 de julio de 2019).

Un libro que fue escrito para niños, pero que tiene la enormidad de que los adultos se encuentran ahí para recuperar su muy personal tiempo perdido.

Y de vuelta a la lectura de aquellos libros que disfrutamos ayer pero que habíamos “olvidado” aunque la mayoría de ellos son inolvidables. Y ya están de nuevo en circulación creciente; el primero decíamos, “El Principito” que apareció en 1943, escrito por un aviador puesto a las letras. Una obra querida por cariñoso y fraterno, para los niños que ya no somos niños, aunque lo sigamos siendo: Aquí su dedicatoria:

“A León Werth. Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona grande.

Tengo una seria excusa: esta persona grande es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona grande puede comprender todo; incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío.

“Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: (A León Werth, cuando era niño).”

Eso es. A nosotros, cuando éramos niños.

Esta ahí otro que remite a la niñez perspicaz y candorosa, pero ferozmente infancia: “Matilda”, la clásica de Roald Dahl sobre la ingeniosa niña que supera todas las dificultades a su edad y por su entorno.

El príncipe feliz”, de Oscar Wilde escrito en 1888 que trata sobre la estatua del príncipe que desde su altura ve la pobreza y desesperación de familias en su entorno y pide a una pequeña golondrina que detenga su viaje antes de huir del frío congelante, para que de su cuerpo desprenda joyas que habrá de llevar a esas familias pobres y aliviar así sus pesares.

Lo hace a costa de su vida. Al término del libro somos sacudidos por la tristeza y, al mismo tiempo, por amor a ese dúo que transforma la ficción en la realidad de la injusticia social.

Y de ahí en adelante: “Alicia en el País de las Maravillas” de Lewis Carroll escrito para su amiga Alice Liddell, de diez años. Alicia está aburrida, sentada al aire libre con su hermana mayor; de pronto ve pasar un conejo blanco que mira su reloj y habla sólo. Lo persigue y se mete en una madriguera y termina muy lejos, en lo profundo de la tierra… Es asimismo un tratado de política y de gobierno.

Pinocho” es una pequeña novela del italiano Carlo Collodi. Como era para niños, se publicó por primera vez en un “Giornale per i bambini” entre 1882 y 1883. Es la historia del muñeco de madera fabricada por Gepetto que cobra vida y que es todo bondad, aunque es un pequeño mentiroso al que le crece la nariz cada que dice una mentira.

Ilustración John Tenniel

O “Peter Pan” del escritor escocés James Matthew Barrie en 1904 y que originalmente se llamó “Peter Pan y Wendy“, y es la magia del mundo fantástico del niño que no quiere crecer, Peter Pan, junto a Campanita.

El Mago de Oz” del estadounidense Lyman Frank Baum con la historia de Dorothy en el maravilloso mundo de Oz al que llega por un tornado y por la bruja malvada, la acompaña su perrito Totó y en el camino de búsqueda, encuentra al hombre de hojalata, el león cobarde, el de paja que la siguen y la proJoel Hernández Santiagotegen en su aventura para llegar al castillo esmeralda del Mago de Oz.

Sin duda “El libro de la selva” de Rudyard Kipling o “Las aventuras de Tom Sawyer” el clásico de Mark Twain; “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez… o los más recientes: la saga Harry Potter de J.K. Rowling; “Momo” y la “Historia sin fin” de Michael Ende y… tantos más.

Hay también obras de autores que parten de sus recuerdos de infancia para elaborar joyas literarias que se vuelven indispensables. “En busca del tiempo perdido”, por ejemplo, de Marcel Proust, la que es, digamos, el emblema de cómo después de tantos años un hombre recordará el aroma del té de su infancia, la magdalena mojada en ese té y el recuerdo de su madre.

O, en el caso mexicano, está ahí “Las batallas en el desierto” o “El principio del placer” enormidades de José Emilio Pacheco.

Y ahí está todo cifrado. La niñez no nos deja. Y no queremos dejarla. “¡Pareces un niño!” se dice cuando se quiere anular a otro en sus bromas o pláticas, sin darse cuenta de que esa acusación es, al mismo tiempo, una verdad dulce y un deseo inocultable.

Porque a fin de cuentas somos niños siempre, aunque lo neguemos y ocultemos aquellas manías y formas de ser ‘de entonces’, y la ingenuidad y candor, ahora cargadas de herrumbre, pero que están ahí, como monumento a la vida. A nuestra vida…

“Pantalón cortito, bolsita de los recuerdos…Pantalón cortito con un solo tirador…”

joelhsantiago@gmail.com