La guerra sucia electoral y las agresiones directas a un candidato presidencial se están exacerbando en un país extenuado por seis años de violencia y muerte. En el debate del domingo, López Obrador usó un lenguaje inusualmente moderado y llamó a sus adversarios a “serenarse”, pero las hordas que han reconocido su odio -sí, odio-por Enrique Peña Nieto, están desatadas y furiosas. La tarde del martes, en Tepeaca, Puebla, lograron lo que no habían conseguido en Querétaro y otras ciudades: rodearon el vehículo de Peña Nieto, lo golpearon y trataron de impedir la salida del convoy. En la refriega lastimaron a un candidato a diputado local por el PRI.
Aunque los agresores dicen pertenecer al grupo #YoSoy132, eso no está probado. Pese a la violencia verbal y el odio que emergieron en la Ibero, me parece que el lumpen que sigue al priista es mucho más violento. Reconozco y defiendo el derecho de los jóvenes a oponerse a Peña Nieto o a cualquier otro candidato, pero niego que tengan derecho a la violencia, por muy jóvenes que sean y aunque exhiban la credencial de una universidad.
México no puede quedar a merced de las pandillas de energúmenos que alguien ha organizado en todo el país para que intercepten al candidato priista donde quiera que vaya. Eso no es democracia ni libertad. Es el fruto del odio que se ha inoculado en la sociedad durante seis años de guerra interna. Es también resultado del resentimiento que, diga lo que diga, proyecta López Obrador. Pero si este señor es ajeno a las turbas, lo mejor que puede hacer por su candidatura y por el país es deslindarse de ellas y llamar a sus seguidores a la civilidad y el respeto a las personas aunque piensan distinto.
Enrique Peña Nieto no es Mubarak ni México es Egipto. Peña Nieto es el candidato presidencial de un partido de oposición y compite en igualdad de circunstancias por el voto ciudadano en el marco de uno de los sistemas electorales más confiables del mundo. Las instituciones electorales básicas, el IFE y el TEPJF, son autónomas y las autoridades y escrutadores de los votos en las casillas serán un millón de ciudadanos seleccionados al azar. Desde 1996, el sistema electoral mexicano garantiza el respeto escrupuloso a los votos aunque en el siglo XXI se haya estancado la transición democrática.
Nuestro sistema electoral se construyó a partir de la sospecha. Para cerrar las heridas del 68, el secretario de Gobernación del presidente López Portillo, Jesús Reyes Heroles, inicia en 1977 una reforma electoral que legaliza a grupos políticos hasta entonces clandestinos, el principal de ellos, el Partido Comunista. Siguen cambios menos profundos y los resultados de la elección de 1988 -cuestionados por la oposición- obligan al presidente a Salinas a hacer una tibia reforma en 1989 y otra más profunda en 1993.
1994 fue un año de terrible violencia política. En las primeras horas entra en vigor el TLCAN y estalla la rebelión indígena en Chiapas que por fortuna fue resuelta por medio del diálogo. El 23 de marzo asesinan a Luis Donaldo Colosio, tragedia de la que se ha hecho una película inmunda, dirigida a exhibir a los priistas como asesinos. Por eso no me extrañan las calumnias de Vázquez Mota, aunque me preocupa que en su campaña aluda al crimen organizado de manera tan irreflexiva como falaz.
Debilitado, el gobierno salinista mantuvo la paz política con el nombramiento de Jorge Carpizo como secretario de Gobernación y una nueva reforma electoral, meses después de la anterior. Zedillo gana las elecciones pero es asesinado José Francisco Ruiz Massieu, coordinador de la futura diputación priista y probable secretario de Gobernación. En menos de un año salen del país miles de millones de dólares. La economía desfallecía y la crisis le estalla al presidente Zedillo en el primer mes de su gestión.
Para 1995, los deudores de la banca pierden sus casas y automóviles comprados a crédito. Con un severísimo plan de austeridad caen el crecimiento y el empleo, y el país -cada mexicano- queda endeudado hasta los dientes. Zedillo obliga al PRI a negociar con la oposición una nueva reforma electoral (ya estamos en 1996) que ciudadanizó al IFE, creó el TRIFE como sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y eliminó la presencia del Ejecutivo en las instituciones electorales. Resultados: en 1997 perdió el PRI la mayoría en la Cámara deDiputados y en 2000 perdió la Presidencia de la República. Zedillo entregó elpoder en paz y México entró a la democracia.
El sistema electoral funciona pero el país enfrenta graves riesgos: 1) que López Obrador quede en segundo lugar y sus partidarios más radicales organicen un conflicto postelectoral, y 2) que ante la inminente derrota de Josefina Vázquez Mota se busque un pretexto para cancelar las elecciones, al menos en los estados con más votos para el PRI y el PRD. Esto es lo que todos los mexicanos -también los jóvenes- deberíamos impedir, pero no a golpes ni a balazos, sino con razones y votos.