Desde los años noventa del siglo pasado, cuando el levantamiento en Chiapas y los asesinatos políticos forzaron reformas radicales en el sistema electoral, tomó carta de naturalidad la falacia de que hay una relación antagónica entre los políticos y los ciudadanos, según la cual los políticos son parásitos de la sociedad y los ciudadanos, víctimas indefensas de los abusos.
Se trata de una caricaturización de las categorías de sociedad civil y sociedad política (Tocqueville, Habermas, Gramci) hecha con fines propagandísticos: los políticos monopolizan todos los vicios morales y sociales y las virtudes son atributos exclusivos de los ciudadanos; aquéllos aguardan agazapados en los partidos políticos a las próximas elecciones para convertirse en funcionarios de elección popular y medrar sin límites de los recursos públicos que aportan los ciudadanos mediante a través de sus impuestos.
La distinción entre buenos y malos ignora el gusto masivo por la evasión de impuestos, la cultura de la ilegalidad y la corrupción en la vida diaria, que prevalece entre los ricos como un señor Azcárraga que exprimió Mexicana de Aviación y la abandonó a su suerte impunemente, y entre los pobres y las clases medias que abusan unos de otros como forma de subsistencia: “el que golpea primero golpea dos veces”.
Los pontífices de esa ideología son los intelectuales disfrazados de apolíticos, que hacen política a través de libros, artículos en los diarios y revistas y programas de televisión y radio. Los locutores al servicio del duopolio televisivo y del puñado de familias propietarias de las cadenas radiofónicas, se limitan a repetir la condena a las instituciones políticas y a quienes las encarnan, casi siempre sin tener conciencia del papel de propagandistas de la derecha que están desempeñando a cambio de un salario.
Intelectuales y locutores coinciden en que los políticos del PAN son casi ciudadanos, y el más ciudadano de ellos es el presidente Felipe Calderón, cuyo afán por sanear la política es bloqueado por los políticos de la Cámara de Diputados, particularmente los del PRI.
Quizá valga la pena recordar que las condiciones de político y ciudadano no son antagónicas legal ni conceptualmente. Los políticos no dejan de ser ciudadanos ni su actividad no es una de las causales de pérdida de la ciudadanía que enlista la fracción C del artículo 37 constitucional. Por su parte, los únicos individuos que pueden hacer política en México, son los ciudadanos mexicanos, como lo establece el artículo 9° constitucional.
Todos los políticos son ciudadanos, y muchos ciudadanos intervienen en asuntos políticos sin perder por ello la ciudadanía. Javier Sicilia, cuando insta al Congreso a que apruebe sin dilación la reforma política, hace política y eso no disminuye sus derechos ni su prestigio como ciudadano.
La ideología antipolítica y la mitificación de la ciudadanía surgieron en el tiempo en que la política estaba monopolizada por el PRI. En los años ochenta habían proliferado las organizaciones no gubernamentales en Europa, y muchas de ellas se dedicaban a apoyar a poblaciones de África y Centroamérica.
En México surgieron las primeras ONG’s para ocuparse de temas como la defensa de los derechos humanos, las mujeres o los pueblos indios, entre muchos otros. La fuerza moral de sus demandas y la incapacidad de la política integrarlas al debate favoreció la noción de que políticos y ciudadanos eran antagónicos.
El levantamiento indígena en Chiapas fue el movimiento “ciudadano” que dio viabilidad y fortaleza a las nuevas formas de organización. Desde 1977, el presidente López Portillo y el secretario Reyes Heroles promovieron una reforma para abrir nuevos espacios a la participación política. En 1993, con el TLCAN a punto de entrar en vigor, el presidente Salinas envió una iniciativa de reforma electoral al Congreso de la Unión, pero el problema de Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio debilitaron al gobierno y éste se vio obligado a promover nuevas reformas en 1994.
La democracia avanzaba y la economía se deterioraba con igual o mayor rapidez. La violencia política y problemas coyunturales derivaron en salidas masivas de capital que forzaron al gobierno a contraer deuda interna nominada en dólares, lo cual derivó en la crisis de diciembre de 1994, la más devastadora y costosa de las provocadas por causas internas.
El objetivo era cerrar todos los espacios posibles al fraude electoral y para ello procuró disminuir la presencia e influencia del gobierno en los procesos y autoridades electorales. Las reformas de 1996 lograron la autonomía total del IFE y la creación del Tribunal Electoral como una sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La ideología antipolítica se derivó de la demanda de menos gobierno y más ciudadanos. La derrota del PRI en las elecciones de 1997 y 2000, hicieron que la derecha panista torciera la noción de menos gobierno y más ciudadanos, que recuerda la frase de Porfirio Díaz “menos política y más administración”.
La identificación del panismo del siglo XXI con el autoritarismo porfiriano es nítida. La democracia y el pluralismo estorban cuando se conquista el poder, y la derecha busca permanecer mediante el desprestigio de los partidos, la Cámara de Diputados y la política. Llama la atención que el Senado tenga importantes puntos de coincidencia con el gobierno: generalización del IVA, reelección de legisladores, candidaturas “ciudadanas”, etc.
El PAN de Felipe Calderón y César Nava está muy lejos de la doctrina y práctica de sus fundadores, pero el país y el mundo han cambiado en setenta años. Lo que no debemos permitir es la manipulación con simplificaciones como la falsa contraposición entre política y ciudadanía.