La historia de México ha sido prolífica al dar hombres y mujeres capaces de lograr cambios a escala global. Si bien continuamente se pone énfasis en el papel de los héroes de la Independencia, la Reforma y la Revolución, que son nuestros procesos históricos fundamentales, lo cierto es que, como nación, tenemos valiosos ejemplos que van más allá de la lucha por el poder. La primera acepción de héroe o heroína según la RAE es: “persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble”. En otras palabras, se trata de alguien capaz de renunciar a su comodidad para luchar por el bienestar común. Siempre se trata de personas que extienden sus límites más allá de la visión individualizada basada en el deseo o en el miedo. Su papel consiste en ver el conjunto de las cosas y considerar el largo plazo.
En el estudio e investigación científica, hay mexicanas y mexicanos de primera, y lamentablemente hace unos días perdimos a uno de sus mayores exponentes: Mario Molina. El doctor Molina es uno de los pocos mexicanos que ha obtenido el Premio Nobel, y es el único que lo ha obtenido en el campo de la Química. Además de él, nuestros galardonados son Alfonso García Robles, Premio Nobel de la Paz en 1982 y el gran Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura en 1990. Pero ¿cuál es la historia detrás de ese premio que la humanidad ha reconocido como el máximo galardón posible, si bien se entrega en Estocolmo, Suecia, y con base en la opinión de un comité que nunca es el protagonista? El Premio Nobel es un galardón internacional que se otorga cada año para reconocer a personas o instituciones que hayan llevado a cabo investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables a la humanidad en el año anterior o en el transcurso de sus actividades. Se remonta a 1895 como última voluntad del industrial sueco Alfred Nobel, y se entrega desde 1901 en las categorías de Física, Química, Medicina, Literatura y Paz. Desde 1968 se sumó el Premio Nobel de Economía.
En el caso de Mario Molina, el premio fue otorgado debido a una notable trayectoria de investigación científica en la química atmosférica; especialmente por su dedicación a revertir las destructivas consecuencias de los compuestos químicos conocidos como CFCs, los clorofluorocarburos, en elevadas altitudes producto de la emisión de ciertos gases industriales. A sus 52 años, en 1995, recibió el Premio Nobel de Química junto a sus colegas F. Sherwood Rowland, estadounidense, y P.J. Crutzen, holandés. La Real Academia de las Ciencias de Suecia reconocía así el compromiso del mexicano y sus colegas con lo que, además de una línea de investigación científica, era un problema relevante para la sociedad a nivel internacional: los graves efectos del agotamiento de la capa de ozono. Estos químicos proporcionaron el sustento científico para la celebración del primer convenio para resolver un problema ambiental global. Como señalan los científicos integrantes del colectivo Mundo Químico: fue un paso esencial pues así los seres humanos logramos una visión común para recuperar la integridad de nuestra atmósfera.
En una época marcada por el conflicto bipolar entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética, lo que representaba además una carrera armamentista y una escalada de conflictos en el Tercer Mundo, los políticos no priorizaban la atención de nuestro techo común. Para nadie era necesario poner en la balanza nuestra existencia colectiva, y quizá este sea el punto más relevante, que ilustra bien la labor de las y los científicos: son una consciencia que permanentemente debe llamar a la cordura y la sensatez frente a las obsesiones que a veces el poder no oculta. Mientras ellas y ellos buscan la verdad mediante procedimientos rigurosos, es fácil que otros la encuentren revelada, con lo riesgoso que es para la convivencia presente y futura el dogma. De ahí la valía de Mario Molina, como ejemplo de que una reflexión global puede provenir de la mente de un mexicano formado en su país y preocupado por su futuro. Sobra decir que necesitamos más mexicanos de este calibre.
Detrás de la historia de éxito de Mario Molina, que le otorga un lugar en la historia de México y un nombre en las biografías que leerán las futuras generaciones se encuentra el anhelo por el conocimiento, un motor que seguramente comparten muchas niñas, niños y jóvenes en nuestro país y en nuestro querido Oaxaca. Según algunas notas recuperadas tras su deceso, sobresale esa avidez por aprender que todos deberíamos compartir: “Aun recuerdo mi emoción cuando vi por primera vez paramecios y amibas a través de un microscopio de juguete más bien primitivo”, escribió Molina. Esta línea es un recuerdo de su paso por la secundaria, a lo que seguiría una experiencia de estudio en el extranjero y su retorno a México para inscribirse en la UNAM. Fue en la máxima casa de estudios de los mexicanos donde Molina estudió la carrera en Ingeniería Química, a lo que siguió su especialización en cinética de polimerización en la Universidad de Friburgo en Alemania, y el doctorado en Fisicoquímica en la Universidad de California, en Berkeley. Es la historia de cada vez más jóvenes talentosos, que salen del país para estudiar en algunas de las mejores universidades del mundo.
Si bien el trabajo del doctor Molina se desarrolló por años y décadas en laboratorios en los que se pueden controlar muchos factores para explicar un fenómeno, su incursión en el espacio público fue el mejor complemento de su dedicada labor. El Protocolo de Montreal, el primer tratado internacional que ha enfrentado con efectividad un problema ambiental de escala global, fue posible gracias a la difusión del conocimiento que impulsó. Una tarea que continuaría en México con especial énfasis en la megalópolis en que se convirtió la Ciudad de México y su área metropolitana, cuyo número de habitantes y densidad poblacional la convierte hoy en uno de los puntos urbanos más grandes del planeta. Por supuesto, esto implica serios retos, y uno de ellos es el medioambiental. La prueba del cariño de Mario Molina por su país fue la fundación del Centro que hoy lleva su nombre, cuyo objetivo principal es vincular el conocimiento científico con las políticas ambientales y energéticas. Se trata de un think thank del más alto nivel, basado en el profesionalismo y la incidencia en políticas públicas basada en evidencia.
Este es un relato de cómo la cúspide del conocimiento empieza por una pasión que se cultiva diariamente. Mario Molina es un ícono para la ciencia mexicana, y su voz un llamado de atención al cuidado de nuestro planeta. Su ejemplo inspirará a generaciones de mexicanos, especialmente a las niñas y niños que como él se sorprenden al mirar por un microscopio. Tal y como empezó nuestro Premio Nobel.
@pacoangelm