Después de lo que parecía imposible, el surgimiento de un líder que lograra reunir a la oposición venezolana en torno a un solo propósito: restaurar el orden democrático de ese país, Nicolás Maduro ha dedicado la última semana a la propaganda. En algunos videos subidos a su cuenta de Twitter se le puede ver corriendo junto con militares de la Guardia Nacional Bolivariana; en ellos los incita a la lealtad y es aclamado unánimemente; va al frente de un contingente y también en un pequeño navío en lo que parecen ser ejercicios de guerra. La respuesta de su régimen no deja lugar a dudas: frente al desafío que representa Juan Guaidó hay un solo camino: la defensa del régimen actual a muerte.
La lucha por el poder en Venezuela ha dividido a la opinión pública internacional y sin duda a la población de aquel país que hoy tiene, aunque parezca increíble, dos presidentes. En México, el gobierno federal ha insistido en convocar a un diálogo entre las partes y se ha abstenido de reconocer a Guaidó. En otras palabras, mantiene en los hechos su respaldo a Nicolás Maduro bajo el argumento de la no intervención y libre determinación de los pueblos, que cuestionamos en este espacio en la entrega pasada. ¿Qué sentido tiene guardar un silencio cómplice a un régimen que es a todas luces antidemocrático y corrupto, represor y violador de derechos humanos?
En una carta dirigida a Tabaré Vásquez y Andrés Manuel López Obrador, presidentes del Uruguay y México, Guaidó ha expuesto que tal diálogo no tiene ningún sentido pues el régimen de Maduro no admite la posibilidad de celebrar elecciones libres, el punto central de una mesa que reuniera a las partes enfrentadas en la crisis política que vive Venezuela. Sin convocatoria a elecciones en el plazo de una semana, el reconocimiento de la Unión Europea es inminente a Juan Guaidó. Esto significa que de los países occidentales reconocidos como democracias solamente queda un puñado que defiende a Maduro. Bolivia y Cuba en nuestro continente no cuentan; en estos países la democracia es una fantasía.
En diciembre de 2015 las elecciones parlamentarias que renovaron todos los escaños de la Asamblea Nacional le dieron a la Oposición venezolana el control del parlamento con 112 curules por 55 del Polo Patriótico que agrupaba a los afines de Hugo Chávez. Esta derrota, hace más de tres años, significaba el principio del fin del régimen de Maduro, que se aferró al poder con las formas de un tirano: desconoció a la Asamblea, convocó a un congreso constituyente y se reeligió como presidente sin ningún tipo de vigilancia e independencia electorales.
Maduro se considera a sí mismo el ungido de Chávez y a éste una especie de super hombre, un ídolo que fundó una nueva república. Chávez lo anunció como su sucesor tres meses antes de morir luego del cáncer que se trató sin éxito en La Habana, Cuba. Falleció el 5 de marzo de 2013 a los 58 años. Había gobernado con la bonanza del petróleo y un estilo militar y populista. Detrás de este estilo estaba el deseo de reelegirse y controlar políticamente todos los rincones de su país. En abril de 2013, su sucesor, Maduro, tomaba posesión como el 51° presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Su experiencia se remitía a haber sido ministro de Relaciones Exteriores, no fue un activo del partido de Chávez ni gobernó alguna región antes de asumir el gobierno del país con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo.
En su biografía no hay estudios profesionales. Maduro es recordado por haber sido expulsado del Liceo, lo que nosotros conocemos como preparatoria, por su bajo rendimiento académico. No solo eso, en un extenso reportaje publicado por la revista Gatopardo en 2016, “Nicolás Maduro: El hombre del traje pesado”, algunos ex compañeros recuerdan que por cualquier cosa quería tomar la escuela y dejar las clases. Se formó en la Liga Socialista de Venezuela y en los ochenta acudió a un curso de formación política a La Habana. En los noventa ingresó como operador de un servicio complementario al metro de Caracas, lo que hoy conocemos como metrobús. Duró muy poco tiempo como trabajador, no tenía la disciplina necesaria y prefirió alborotar las calles hasta que conoció a Hugo Chávez.
Cuando uno escucha la retórica del tirano que es Maduro puede notar que el discurso del socialismo del siglo XXI que intentó vender Chávez está acabado. Frente a este conjunto de frases vacías, retórica barata y alusión al pueblo hay una pobreza de datos sobre el estado de su país, de su gente, de su economía. Nunca tuvo interés en comprender, en recurrir al conocimiento para gobernar, y no lo hizo sencillamente porque la escuela no fue una prioridad. Queda demostrado que no cualquier persona pueda aspirar a gobernar, porque justamente gobernar supone tener cualidades y tomar decisiones que afectan a muchas personas.
El debate internacional ya no es si Maduro debe quedarse o no en el poder; se centra en qué sucederá una vez que lo deje. El chavismo tiene bases sociales basadas en el clientelismo, reeducadas por años a través de la entrega de dádivas y la repetición de lemas de campaña. El mayor activo de este chavismo son las fuerzas armadas que le han jurado lealtad a un presidente ilegitimo, a un tirano. No debería asociarse al intervencionismo el respaldo a Guaidó en un momento definitivo para la democracia venezolana. Por el contrario, debería verse en el reconocimiento de un gobierno de transición encabezado por él un paso hacia delante en la construcción de un nuevo orden basado en el respeto a los derechos humanos y la paz. Ésta es también una garantía para cualquier evento autoritario que no deseamos que ocurra en el futuro en México.
La democracia, por definición, requiere demócratas. Maduro tiene una torcida idea de la democracia, probablemente debido a su propio fracaso intelectual. Es cuestión de tiempo para que la razón se imponga.