A un mes de la toma de posesión de Nicolás Maduro para un segundo mandato hasta 2025 al frente de Venezuela, el miércoles pasado un suceso político sacudió a este país sudamericano y a la comunidad internacional. El líder opositor Juan Guaidó, un joven ingeniero de 35 años que preside la Asamblea Nacional de Venezuela y recientemente escapó a un intento de secuestro por parte del gobierno de Maduro, juró públicamente como “Presidente encargado” del país al considerar ilegítimo el segundo mandato de Maduro.
“Hoy renace la esperanza en Venezuela. No vamos a dejar sola a nuestra gente. Mientras Maduro no protege a nadie, nosotros vamos a rescatar esta Constitución, los derechos humanos, y sí, hoy damos un paso más”, dijo el presidente de la Asamblea Nacional. El objetivo de Guaidó es lograr la formación de un Gobierno de transición y elecciones libres para acabar con lo que considera es una usurpación de la Presidencia.
Maduro, el heredero de Hugo Chávez, conocido por su demagogia, le respondió: “¿Puede autojuramentarse un cualquiera como Presidente? ¿O es el pueblo venezolano quien elige a su Presidente?”, señaló. “Defendamos nuestra soberanía. ¡Las calles son del pueblo!”, añadió en Twitter. En Caracas, hubo protestas multitudinarias a favor de uno y otro bando. Al momento, se calcula en más de 20 la cifra de caídos en los choques entre la Guardia Nacional Bolivariana y grupos de opositores.
Las Fuerzas Armadas se han convertido en un equilibrio de poder frente a esta situación inédita en Venezuela. Anunciaron que seguirán respaldando el régimen de Maduro, sin embargo, hay sectores dentro de ellas que ya se han pronunciado por el nuevo líder. No solo eso, una de las primeras acciones del autoproclamado presidente consiste en la redacción de una Ley de Amnistía, que dé paso a la reconciliación entre los miembros de las Fuerzas Armadas y el resto de la población. Para desactivar a los grupos de poder del chavismo es necesario desmontar la fuerza militar. La transición a la democracia inicia por este paso fundamental.
Hasta el momento, una mayoría de países alrededor del mundo ha reconocido a Guaidó como el presidente legitimo de Venezuela. En América Latina solamente Cuba, Bolivia, Uruguay y sorprendentemente México, reconocen el segundo mandato de Maduro producto de una elección sin ninguna legitimidad, en la que operó el Estado para obtener su triunfo, por ejemplo, coaccionando a los votantes con alimentos, y con el agravante de que Maduro previamente había disuelto a la Asamblea Nacional.
El reconocimiento de los Estados Unidos es particularmente relevante, pues Donald Trump ha fijado como prioridad la salida de Maduro de Venezuela. Y el llamado lo ha reforzado el vicepresidente Mike Pence. El juego de la geopolítica empieza a moverse, pues para nadie es un secreto que los aliados de Maduro son Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, mandatarios de Rusia y Turquía respectivamente, y quienes se han pronunciado a favor de que permanezca en el poder. Curiosamente, ambos son dictadores también.
Los hechos recientes obligan a la sociedad mexicana a reflexionar acerca del ejercicio del poder en manos equivocadas. ¿Qué hace que una persona intente mantenerse en el poder a pesar de una crisis evidente, que implica hambre, sufrimiento y miseria para su pueblo? Como lo señaló Enrique Krauze: “todos en México repudiamos a Pinochet y a los generales genocidas de Argentina, ¿por qué no rechazar ahora la dictadura de Maduro?”. Pero el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se ha negado a pronunciarse en contra de Maduro o a intervenir en este proceso de transición. Su silencio es condenable puesto que se trata de un gobierno emanado de una elección libre, democrática y ejemplar. El canciller Marcelo Ebrard ha dicho que se trata de una postura apegada a la no intervención establecida en nuestra Constitución.
La advocación de la Doctrina Estrada por parte del Gobierno de México, la cual estableció en 1930 el entonces canciller Genaro Estrada es injustificada. En aquel momento señaló que: “México no se pronuncia en el sentido de otorgar reconocimientos, porque considera que ésta es una práctica denigrante que, sobre herir la soberanía de otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores puedan ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir, favorable o desfavorablemente, sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros”, señala el texto.
Sin embargo, la práctica no siempre fue consistente con la teoría. En el siglo XX hubo algunas excepciones a la doctrina Estrada. En los setenta México participó de manera activa en la caída del mandatario Anastasio Somoza en Nicaragua. El gobierno del presidente José López Portillo expresó su sentir sobre la calidad democrática del gobierno de Somoza y promovió la revolución que llevó a los sandinistas al poder. En esa misma década, México retiró a su embajador en Chile tras el derrocamiento del presidente Salvador Allende como había hecho varias décadas antes ante el ascenso de Francisco Franco en la Guerra Civil Española.
Con estos antecedentes, habría que preguntarse qué es lo que mueve al Gobierno de AMLO a no desacreditar a Maduro, un dictador en toda la extensión de la palabra. ¿Por qué invitarlo a su toma de posesión el pasado primero de diciembre cuando el mundo democrático ha condenado sus atropellos en contra de su pueblo? ¿Cómo defender a un mandatario ilegítimo que atenta contra su pueblo al impedir que la ayuda humanitaria ingrese a ese país en los últimos años?. Es difícil aceptar que el Gobierno de nuestro país no asuma su compromiso con un cambio político que está siendo respaldado por los líderes del mundo occidental. ¿De qué lado de la historia estarán las relaciones exteriores de nuestro país? No pinta bien reconocer dictadores y desconocer a demócratas como Guaidó.