La Chinantla es sin duda una de las más bellas regiones de Oaxaca y de México. A su agobiadora exhuberancia suma todo el espectro concebible de tonalidades verdes. Todo a socaire del rumor imponente del Papaloapan y sus ríos tributarios que corren con urgencia todoparidora. La Chinantla tiene su corazón en San Felipe Usila, una pequeña población cuya defensa llevó a cumplir a sus habitantes una de las más audaces y casi mitológicas metas: llevar un camión de volteo a esa población, inexistente aún la carretera que la comunicó años después. Al corroborar personalmente esa ignota hazaña popular, un querido amigo, Leopoldo Zorrilla Ornelas evocó una similar: la de Fitzcarraldo en Perú, ansioso por construir un teatro para que en él cantara Enrico Caruso. Lograr la locura de un soñador implicó pasar un barco de uno a otro río, atravesando la montaña que les dividía. De ahí, la célebre expresión del “barco en la montaña” que nos regaló García Márquez en “Cien años de soledad”.
La sorprendente referencia de mi amigo Zorrilla “puso la mosca en mi oreja”; insoportable curiosidad insatisfecha. Logré en el DF en un instituto alemán admirar la película. A mi juicio es un poema a la excelsitud de un melómano soñador: bella cinta cinematográfica, interpretaciones impecables y solaz del espectador.
Para entonces ya había satisfecho mi curiosidad extrema: visité San Felipe Usila en un viaje de inolvidables peripecias. Cruzamos el río Santo Domingo y a pie por catorce kilómetros de ardua pendiente llegamos a Flor Batavia. A lo largo del recorrido corroboré la belleza de la región, los imponentes macizos forestales, la intrincada selva de entonces, el arrebatador sonido de Arroyo Tambor y sus soberbias percusiones. Cruzamos los fríos arroyos provenientes de la Sierra Juárez; desentumeció nuestras piernas cansadas. Tuvimos la fortuna de la amabilidad de los indígenas chinantecos; nos brindaron su pozol y el descanso requerido en sus jacales. Comprobé la importancia del lenguaje de las señas a la par de su generosa hospitalidad. Éramos seres raros: llegamos por donde transitan desde decenios.
En San Felipe Usila contemplamos el efecto de dos ríos que desembocan en la orilla de la población y al amenazar “comérsela” gradualmente, obligaron a decisiones populares colectivas. Ese problema explica la insólita propuesta de los lugareños: con un camión de volteo traer piedras desde siete kilómetros para crear un rompeolas fluvial.
Entonces, la comunicación de los lugareños se lograba mediante un anacrónico telégrafo que el cura del lugar regateaba, según su estado de ánimo. La otra opción era viajar por las riberas cosa de nueve horas a lomo de bestias para llegar a San Lucas Ojitlán de donde habíamos partido. Una tercera, atravesar la sierra que a espaldas de la población, a nosotros nos exigió diez horas de ardua caminata, cruzando la espesura de la selva, con parajes de inenarrable belleza. El hombre clave en el lugar era “el correo”, joven usileño que llevaba la correspondencia de y para el pueblo. En nueve horas cumplía su misión, pero ¡de ida y vuelta!
Múltiples son las bellezas naturales de San Felipe Usila. Pero destaca la labor artística, no artesanal, término que la demerita, de sus mujeres. Con paciencia increíble y en tiempos dizque “muertos”, producen una amplia variedad de trajes que singularizan a la región. Sorprende corroborar que no existen dos iguales; deslumbra su capacidad para crear esa riqueza cromática. En La Guelaguetza que anualmente se presenta en la capital del estado, exhiben un arcoiris espléndido. Trajes que portados por guapas señoritas, lamentablemente la mayoría hijas de burócratas, lucen esplendorosas el arte de las usileñas. Con esa indumentaria bailan “Flor de Piña”. Este baile y aquí su debilidad cultural, es producto de la creatividad de una maestra. No se acostumbra en la región. Es extraño a La Chinantla. Se creó para no lucir bailables veracruzanos, comunes en esa región que colinda con la entidad jarocha. Pero se ha estereotipado como “chinanteco”, en la Guelaguetza que a también se ha acartonado.
Recientemente, visité Tuxtepec, corazón oaxaqueño de la región del Papaloapan. Dialogué con el excelente amigo Miguel Ángel Luis Vásquez que con esfuerzo digno de elogio, edita “El Chaquiste”, un periódico “cristiano”: ¡sale cuando dios lo permite! Generoso, me invitó a degustar exquisitos mariscos preparados a la usanza regional. En agobio de atenciones, le acompañó el chinanteco director de la radio indígena de San Lucas Ojitlán, Josías Zaragoza Mendoza. Se incorporaron dos jóvenes que con sendas guitarras empezaron a interpretar armoniosas canciones en su lengua. Fue un banquete al paladar y a los oídos. Sin entenderlas, corroboré que las melodías eran expresión de elevados sentimientos personales. Me fascinaron.
Una observación del director de la radio, chinanteco de cepa, me preocupó: muchos jóvenes no se enorgullecen y en ocasiones se avergüenzan de su lengua. Increíble. Recordé que los chinantecos gozan de dos versiones cosmogónicas; la de su región original y la que han ido concibiendo mediante el español. Es decir, la discriminación existente en México y Oaxaca, impide que valoren su rico legado étnico.
Esta experiencia que aún valoro y agradezco a Miguel Ángel Vásquez, me llevó a reflexionar sobre los filones inagotables en las ocho regiones oaxaqueñas. Igualmente la versión muy pobre, que tenemos en la capital de la entidad de esas expresiones étnicas. Me llevó a corroborar que en palabras de Guillermo Bonfil “la riqueza de México está en su diversidad étnica”. La Chinantla es un ejemplo vivo. Es una de las más fuertes raíces de la historia, el presente y el futuro de Oaxaca y México. Esa riqueza exige preservarla, abonar sus expresiones y recuperar su historia regional aún incomprendida. Los afanes “modernizadores”, homogeneizadores, empobrecen nuestras culturas. La Chinantla es muestra vívida del inagotable tesoro étnico de Oaxaca.