La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos define la fragilidad, en el caso de los Estados, como “la combinación de exposición al riesgo e insuficiente capacidad por parte del estado, sistema y/o comunidades para gestionar, absorber o mitigarlo. Así, “la fragilidad puede conducir a resultados negativos, incluida la violencia, el colapso de instituciones, desplazamientos, crisis humanitarias u otras emergencias”. La fragilidad estatal se comprende como un fenómeno multidimensional, en el que confluyen indicadores económicos, medioambientales, de convivencia social, políticos, y por supuesto, de seguridad. Ningún Estado moderno puede prescindir de su capacidad de generar leyes y hacerlas valer entre sus gobernados.
La máxima básica del Estado de Derecho es que nadie puede estar por encima de la aplicación de las leyes, incluso quienes se dedican a procurar y administrar justicia. Pero hacer cumplir la ley en un Estado con mayor fragilidad es una tarea que puede resultar complicada y riesgosa. Un caso emblemático es el del juez italiano Giovanni Falcone, quien fue asesinado por intentar desmantelar la mafia siciliana conocida como la Cosa Nostra. En 1992, miembros de la mafia por órdenes del capo Salvatore Totò Riina estallaron mil kilogramos de explosivos en la autopista que conecta con el aeropuerto de Palermo, que hoy lleva su nombre. El atentado lo privó de la vida junto con su esposa y miembros de su escolta.
La semana que concluyó un crimen atroz volvió a sacudir a México y nos recordó que los años de nuestra violencia están lejos de haberse ido. El juez federal Uriel Villegas Ortiz, adscrito al Centro de Justicia Penal Federal con sede en la ciudad de Colima, fue asesinado junto con su esposa, Verónica Barajas, delante de sus dos hijas menores de edad. El presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar, anunció el doble asesinato justo cuando el pleno realizaba su sesión ordinaria por videoconferencia. Señaló la obligación del Estado de garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, pero sobre todo de aquellos con valentía y vocación que se arriesgan para proteger los derechos de todos.
El juez Villegas era joven, había recibido su primer encargo en 2017 en el estado de Jalisco. Sobre su escritorio pasaron expedientes de poderosos narcotraficantes. Decidió sobre el traslado del hijo del principal líder del cártel Jalisco Nueva Generación y tuvo a su cargo uno de los procesos penales en su contra. También, negó el último amparo interpuesto por el hijo del principal líder del cártel de Sinaloa, Ismael el “Mayo” Zambada, antes de su extradición a los Estados Unidos. Con apenas cuatro décadas de vida, el juez Villegas había recorrido el difícil escalafón del Poder Judicial, a donde ingresó como oficial judicial y también se desempeñó como actuario y secretario. Era un juez honorable y tenía pocos meses de vivir en Colima con su familia. No tenía al momento del atentado guardias de seguridad que lo protegieran, una medida esencial para garantizar su trabajo.
Sin duda nuestro país enfrenta un problema de violencia que se ha acentuado en los últimos años y el cual solo es comprensible a partir del empoderamiento del narcotráfico y el crimen organizado. En la lucha contra los grupos delictivos, el Estado mexicano ha visto pasar más de una década de hechos lamentables, entre los que se encuentran crímenes inhumanos como la tortura, la desaparición forzada y decenas de miles de homicidios. Si ya es una afrenta el que este tipo de delitos sucedan, lo es más cuando se perpetran contra quienes velan por la justicia. Hay un franco desafío contra el Estado en crímenes contra quienes la imparten, pues el mensaje es la intimidación y la búsqueda de una aplicación selectiva de la ley. Inclinar la balanza por la vía de la intimidación y la violencia directa.
Quizá encontremos un caso más cercano al mexicano en la violencia que vivió Colombia a finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando Medellín se convirtió en la ciudad más peligrosa del mundo. De aquel entonces, la figura de Pablo Escobar se ha convertido en un mito y ha dado lugar a películas y series de entretenimiento, pero hay un asunto fundamental que retomar de aquellos años. Escobar era, al frente del cártel de Medellín, el principal enemigo del Estado colombiano. Para la parte final de su carrera, había mandado matar a un candidato presidencial, Luis Carlos Galán; al ministro de Justicia, Rodrigo Lara; respaldó un violento ataque al Palacio de Justicia, cuando la guerrilla conocida como M-19 secuestró y asesinó a jueces y funcionarios judiciales; y fue autor intelectual de la bomba puesta en el vuelo de Avianca que cubría la ruta de Bogotá a Cali y en el que murieron 107 personas en 1989. Sus actos intimidatorios buscaban disuadir a las autoridades, primero, de capturarlo, y después de extraditarlo a los Estados Unidos. Escobar fue eliminado en 1993 por agentes colombianos, al oponer resistencia a su captura.
Mi historia personal ha estado marcada por el valor y práctica del Derecho. Estudié la Licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. Mi padre, de quien tengo el honor de preservar su nombre, fundó la Primera Barra de Abogados Independientes y Pasantes en Derecho en el estado de Oaxaca. Por ello comprendo que el Derecho es el principio elemental para vivir en sociedad. Y por eso me sumo a la indignación que produce el asesinato del juez Villegas, junto a los abogados e impartidores de justicia que han levantado la voz exigiendo que las instituciones protejan la práctica profesional y judicial. La fuerza del Estado no es, como normalmente se piensa, un asunto que comprenda únicamente las capacidades del Ejército y la policía; se basa, más bien, en la fortaleza de la división de poderes, por tanto, en que el Poder Judicial tenga los medios necesarios y suficientes para impartir justicia, pues frente a la Constitución y las leyes todos somos iguales.
Según el Reporte Anual de Estados Frágiles que elabora la organización Fund for Peace, en 2019 México se encontraba entre los Estados en semáforo amarillo a nivel mundial, a partir de un índice que mide desde los Estados sustentables (más que estables), como los nórdicos, hasta los que están en estado de alarma, como los africanos Somalia y el Congo. Superar esta fragilidad y recuperar el Estado de Derecho en nuestro país debería ser la principal lección luego del trágico asesinato del juez Villegas. Esto no depende de la voluntad de un gobernante, debe ser una estrategia conjunta entre poderes, que parta de un principio fundamental: con los delincuentes no se negocia, se les juzga conforme a derecho, como lo hizo Uriel Villegas, por quien hoy exigimos justicia.
*Abogado de la UABJO