El racismo en el alma estadunidense: Carlos Ramírez

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HOUSTON, Texas.- Con ecos lejanos de las protestas violentas del Black Live Matter (“las vidas negras importan”) y recordadas apenas hacia el final de semana por los chinos a la delegación del gobierno de Biden y a treinta años de distancia de los disturbios durante seis días de 1992 en Los Angeles por el juicio exculpatorio de los policías que golpearon con salvajismo al taxista afroamericano Rodney King, de pronto apareció –aunque siempre ha estado visible– el expediente del racismo hacia la comunidad asiática.

Y en medio de las evidencias concretas, los escándalos de racismo atrapan los temores de la gran prensa norteamericana: una editora de Vogue y un especialista en información epidémica de The New York Times fueron despedidos por verse involucrados en un incidente de tuits de hace años ahora recordados y el uso de la palabra “negro” en una conversación con jóvenes estadunidenses en Perú.

Ahora se sabe que el racismo no fue cosa de Trump; en todo caso, el presidente desde su campaña catapultó el clima racista y el mismo desde su enfoque puritano del siglo XVII y lo colocó en la agenda contra los migrantes hispanos a los que acusó de endemoniados y para ellos comenzó a construir un muro en la frontera con México.

No, pues no. No fue Trump. El racismo viene arraigado en el alma estadunidense. Y desde siempre. Hay muchos testimonios, pero algunos recientes quieren rescatarse en este espacio:

1.- La novela La Calle, de Ann Petry que está siendo circulada en estas semanas en nueva edición, basada en la historia de una familia en la primera mitad de los años cuarenta en el Harlem negro ya mítico de Nueva York: la lucha de una mujer y su hija por sobrevivir.

2.- Poco después, en 1952, el escritor afroamericano Ralph Ellison puso de nueva cuenta el tema en el debate con su novela El hombre invisible, cuyas primeras líneas de su prólogo sitúan la historia: “Soy un hombre invisible. No, no soy un trasgo (duende) de aquellos que atormentaban a Edgar Allan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible ello se debe tan sólo a que la gente se niega a verme”: era negro.

3.- La historia del caso de King en 1991-1992 condujo al colapso de los motines en Los Angeles por la exoneración de los policías que lo golpearon. La novela Seis días de Ryan Gattis recogió historias dentro de las historias. Y del mismo caso, apenas en 2017 se estreno Reyes, con Daniel Craig y Halley Berry, sobre el trasfondo de esa violencia amotinada.

La crisis con el racismo contra la comunidad asiática abrió otro expediente. Los grandes medios atendieron la crisis a raíz del asesinato masivo en Atlanta contra un negocio asiático fue referido como indicios de casos mayores. Ya no solo persecución y asesinato de hispanos, sino también de asiáticos, una comunidad discreta, pacifica y trabajadora.

La sociedad estadunidense está perdiendo sus referentes sociales de convivencia porque ha modificado su configuración racial. EEUU se fundó con las comunidades inglesas que llegaron al comenzar el siglo XVII. En 1790 47.5% de población estadunidense, al nacer ya como Estado-nación, era de origen inglés y 19% de población afroamericana. Hoy no existe esa mayoría: la comunidad inglesa fundacional es de apenas 8.7% y la afroamericana de 12.9%. La comunidad con mayor porcentaje es la alemana con 16%.

La pluralidad étnica no registra aceptaciones sociales. Ahora sólo es por color de piel: la blanca de los originarios ingleses y los demás con distintos tonos de piel. En este escenario, por ejemplo, se debería atender la polémica despertada por Meghan Markle, esposa del expríncipe Harry, cuando denunció racismo en la corte de Isabel II por la piel no-blanca de la nueva duquesa y su hijo y el recordatorio de la tesis de la conspiración de que la princesa Diana habría sido asesinada por esperar un hijo de un millonario egipcio.

Lo contradictorio del tema del racismo en EEUU radica en el hecho público de un rechazo a prácticas de marginación por raza, pero la persistencia de casos debidos a exclusiones. La represión policiaca a minorías raciales quedó sin cerrarse porque no existen condiciones para superar la división étnica. Cuando el presidente Lincoln abolió la esclavitud y en su discurso de Gettysburg afirmó que todos nacimos iguales, la respuesta racial fue acomodaticia: iguales, sí, pero segregados, y las minorías no-blancas tenían prohibido hasta los sesenta estar en espacios de la comunidad blanca. Se recuerdan los letreros que prohibían la entrada a restaurantes de animales… y mexicanos.

La crisis con la comunidad asiática quedará latente, inclusive a pesar de los pronunciamientos formales en el congreso a favor de la integración racial. Las leyes de la segunda mitad de los sesenta de Johnson para terminar con la marginación de los entonces llamados negros –hoy afroamericanos– se aceptaron como regulación, pero no han cambiado los comportamientos segregacionistas. Los matrimonios interraciales han aumentado su cantidad, pero de igual manera se han asentado los repudios raciales en contra.

Y si se agregan los rechazos sociales a las definiciones de sexo por agresiones a las comunidades lésbico-gay, entonces se acumulan las evidencias de que la convivencia social dentro de EEUU es un gravísimo problema de estabilidad y de violencia. Y que algo existe en el alma esclavista estadunidense que explicaría las exclusiones de raza, pero también la dominación de débiles para imponer prioridades locales.

Por vacaciones de Semana Santa, este columnista volverá a publicar hasta el 5 de abril, mientras tanto les deseo un merecido descanso.

El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no del periódico que la publica.

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