El 6 de enero de 2021 pasará a la historia como uno de los días más lamentables en la historia de la democracia en Estados Unidos. Lo que se vivió el pasado 6 de enero en Washington DC, sede de los poderes de la Unión, es una muestra del daño que ha causado a ese país el gobierno saliente de Donald Trump. Podríamos ir más lejos y decir, simplemente, que es un efecto del daño infligido directamente por la figura de este arrogante millonario neoyorkino. Luego de celebrar un mitin a las afueras de la Casa Blanca en el que participó el aún presidente de los Estados Unidos, los manifestantes que lo respaldan en su teoría conspirativa sobre el fraude electoral en los comicios del pasado noviembre se dirigieron hacia el Capitolio, sede del Congreso federal estadounidense justo cuando se desarrollaba la sesión para certificar la victoria del demócrata Joe Biden, quien iniciará funciones el próximo 20 de enero.
Un día que debería haber sido de fiesta para la democracia, a menudo señalada como ejemplo para el resto de los países del mundo, se convirtió en un asalto a su institución más representativa, donde el diálogo y la razón han solucionado tradicionalmente las diferencias entre las fuerzas políticas predominantes: republicanos y demócratas. Solo para dimensionar la relevancia de este hecho: La BBC señala que el Capitolio sólo había sido asaltado una vez anteriormente, en el lejano 1814. Dentro y fuera de Estados Unidos, observar esa estructura arquitectónica impone respeto y en los libros de texto se asocia al concepto de democracia liberal, pero lo que seguimos a través de las redes sociales fue la deslegitimación de ese sistema a partir de los reclamos infundados, insultos y amenazas del prepotente Trump y la consecuente movilización de sus seguidores.
Las imágenes no solo destacaron a hombres predominantemente blancos, sino reivindicaciones absurdas, como la bandera confederada que ondeó a su interior sostenida por uno de ellos. Esta bandera es un símbolo de opresión, racismo y supremacía blanca. Es un símbolo que solo persiste en la imaginación de un electorado al que Trump se dirigió como su prioridad desde mucho antes de ser electo hace cuatro años. La Guerra Civil de Estados Unidos de mediados del siglo XIX tuvo como eje de su confrontación la abolición de la esclavitud, que los estados sureños querían impedir. Como paradoja de la historia, el mismo día del asalto al Capitolio, Georgia, un estado que formó parte de los estados confederados que combatieron en la Guerra Civil estadounidense en contra de la abolición de la esclavitud, eligió al primer senador negro en su historia: Raphael Warnock, pastor de una iglesia bautista de Atlanta, en la que predicó ese gigante de la oratoria que fue Martin Luther King.
La bandera de los confederados es una imagen de un nacionalismo muy local, pero ese no es el problema, sino que es una imagen que justifica la discriminación y la violencia. Prueba de ello son antecedentes recientes, como la masacre de nueve feligreses negros en una iglesia de Carolina del Sur en 2015, perpetrada por un supremacista blanco y los enfrentamientos registrados en 2017 en Charlottesville, Virginia, por las protestas de otros supremacistas blancos en las que murió una mujer atropellada y que Donald Trump se resistió a condenar hasta muy tarde. En el enfrentamiento de esta semana han fallecido cinco personas, lo que evidencia que el nacionalismo que articuló Trump no funciona solo como discurso populista, sino que lleva al fanatismo de sus seguidores y a un peligro real: la pérdida de vidas humanas.
Aunque al ver la dimensión de la protesta que había instigado, Trump llamó al orden y al respeto a las fuerzas del orden, más tarde el mismo miércoles volvió a arremeter contra quienes maquinaron, según él, un fraude electoral del que no existen pruebas y llamó a los golpistas grandes patriotas. Esto provocó que Twitter le desactivara la cuenta durante 12 horas, mientras que Facebook e Instagram eliminaron su video. Desde el punto de vista de la comunicación política, esto es completamente inédito en la historia, al tratarse de fenómenos de comunicación tan recientes, y anticipa lo que en un futuro podría tratarse de una democracia dependiente del control de las grandes plataformas. En este caso, la justificación es más que válida: frenar la provocación a la violencia por parte de un actor político. Es más, Twitter canceló definitivamente la cuenta de Trump dos días después para evitar que siga llamando a la violencia a través de una estrategia de desinformación que arrancó incluso antes de que se celebraran los comicios en noviembre pasado.
Frente a lo que ha sido la transición de poder más accidentada de la que se tenga memoria, el presidente electo Biden expresó lo siguiente: “En este momento, nuestra democracia está bajo un asalto sin precedentes, como no habíamos visto en tiempos modernos. Un asalto a una ciudad de libertad, el Capitolio en sí mismo. Un asalto a los representantes de la gente, a la policía del Capitolio, a los servidores públicos (…). No es una protesta, es una insurrección”. Con esta afrenta a la decisión tomada por la mayoría de los ciudadanos estadounidenses y reflejada por las reglas del Colegio Electoral, arribará un nuevo gobierno en unos pocos días. La tarea de Biden, la vicepresidenta Kamala Harris y su equipo de trabajo no es fácil: podría resumirse en reconstituir el tejido social antes que establecer un nuevo pacto político. Pero esta situación, hay que decirlo, ya no depende únicamente del presidente que entrará en funciones. Lo ocurrido esta semana en Washington ya no es solo un síntoma, es el estado en el que dejó Donald Trump a la democracia de su país al desacreditarla continuamente. Remontar este saldo no es tarea fácil porque en la mente de cada partidario del tirano que se va está una visión del mundo basada en “fake news” y conspiraciones que avivan el fanatismo. Biden gobernará a un país partido en dos.
Como vecinos y socios estratégicos, México y Estados Unidos tienen un futuro compartido en una de las regiones con más potencial del planeta: Norteamérica. Este potencial fue también continuamente menospreciado por Trump, quien se encargó de estigmatizar a los mexicanos generalizándolos como delincuentes. Su discurso xenófobo pasará al basurero de la historia como él, un ser incapaz de entender que el mundo va más allá de su posición de privilegio. Afortunadamente para el mundo una nueva era está por comenzar. México tiene la oportunidad de reconstituir los intereses comunes con el gobierno del presidente Biden, un hombre experimentado y moderado, que puede ser un aliado en una época de incertidumbre, cuando está claro que el peor enemigo no es un patógeno desconocido como el que ya nos afecta, sino el odio; la capacidad que tiene de movilizar masas para destruir principios e instituciones.
@pacoangelm