Jair Bolsonaro asumió como presidente de Brasil. El nuevo mandatario sustituye a Michel Temer, quien reemplazó en el Gobierno a la defenestrada Dilma Roussef, heredera de Lula Da Silva, hoy en prisión por acusaciones de corrupción. Con Bolsonaro arriba el primer gobernante de extrema derecha del país sudamericano al menos desde que dejó de ser gobernado por una junta militar. Bolsonaro es un capitán del Ejército retirado de 63 años, que supo cómo capitalizar el descontento de millones de brasileños con su sistema político. Su llamado a reconstruir Brasil al tiempo de criminalizar al Partido de los Trabajadores tuvo éxito pues ganó con el 55% de los votos y en su toma de posesión afirmó que actuará “guiado por la Constitución y con Dios en el corazón”.
En diferentes ocasiones hemos dedicado este espacio a cuestionar los planteamientos del presidente estadounidense Donald Trump, quien ya se asume como el principal aliado de esta nueva etapa política en Brasil. Las coincidencias entre Trump y Bolsonaro son fuertes. La principal de ellas tiene que ver con llevar la fe delante de la política en su programa de gobierno. Los dos afirman su conservadurismo religioso pero también hay coincidencias en el programa económico que voltea a la privatización de servicios como salida de problemas públicos, y el nacionalismo como bandera frente al exterior. De entrada, en campaña Bolsonaro propuso dar la espalda al tratado del Mercosur y con ello asumir un rol menos dependiente del resto de las economías sudamericanas.
Es interesante notar cómo las coincidencias ideológicas se traducen en un discurso absoluto. En el caso de Bolsonaro en su investidura: “Brasil y Dios por encima de todo”. Desde el palacio de Planalto y ante miles de seguidores, levantó una bandera de Brasil y gritó: “nuestra bandera jamás será roja”, en alusión al Partido de los Trabajadores y a la izquierda latinoamericana. Otro dato peculiar es que no invitó a su toma de posesión a los presidentes de Cuba y Venezuela, Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro, por considerar que encabezan dictaduras en esos países. Sin embargo, sí estuvo presente el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, quien pugna por el reconocimiento internacional de Jerusalén como capital de Israel. Nuevamente sobresalen las relaciones de cercanía y distancia con actores afines y contrarios. La fe es el motor.
Un hecho es que después de asumir el poder, Bolsonaro anunció la destitución de funcionarios que defiendan ideales comunistas. Luego de la primera reunión de gabinete, el Ministro de la Presidencia, Onyx Lorenzoni, afirmó que la decisión de destituir a los funcionarios no alineados con las ideas de Bolsonaro es parte del compromiso que el ultraderechista adoptó durante su campaña electoral. “No tiene sentido tener un Gobierno como el que tenemos ahora con personas que defiendan otras ideas u otra forma de organización de la sociedad”, declaró este funcionario. Para él, en octubre pasado la sociedad eligió desechar las ideas socialistas y comunistas que en los últimos 30 años les llevaron al caos actual y, ahora, el nuevo Ejecutivo debe responder al mandato de las urnas. Como dato adicional, un tercio de los 22 ministros de su gabinete son militares y solo hay dos mujeres.
Todas estas son señales de que quien arriba al poder en la que es la octava economía del mundo, con 209 millones de habitantes y un PIB de casi 2 millones de euros, no es un gobernante afín a la democracia aunque haya sido precisamente una elección democrática la que lo llevó al poder. Lo paradójico de su elección como en el caso de la de Trump en 2016 es que se trata de fenómenos electorales que se aprovechan del desencanto que persiste por parte de muchos ciudadanos con la democracia y de las acusaciones a través de los medios de comunicación en contra de los políticos anteriores a ellos.
En un artículo reciente publicado en El País, Eliane Brum, afirma que Dios y el nacionalismo se mezclaron en varios momentos históricos, en general, con consecuencias devastadoras. Aunque esta nueva configuración está por verse en la vida brasileña y en la relación de Brasil con los demás países, la autora adelanta que podemos imaginar en qué cree el Dios de Bolsonaro: “Dios cree que los negros, que son los más pobres y los que más mueren por violencia y enfermedad, vivían felices antes de que Lula y el Partido de los Trabajadores “se inventaran” las tensiones raciales. Dios odia el mundo globalizado. Dios cree que los migrantes pueden amenazar la soberanía de la nación. Dios está seguro de que Brasil se ha acercado demasiado a China”. Estas son creencias expresadas por el nuevo presidente de Brasil, quien las hace suyas al tiempo que se convierte en portavoz del pueblo que las necesita. No hay razones, solo fe.
Son tiempos difíciles para la democracia en todo el mundo. Arribamos a un momento histórico en el que las ideologías se fragmentan y pulverizan la organización política. Por tanto, los partidos políticos enfrentan el reto de reinventarse frente al descrédito pero es fácil que en el camino surjan candidatos que apelan a las pasiones y a la fe más que a la razón, que buscan salidas fáciles a todo, aunque los datos refuten sus apuestas. Son los tiempos de Trump y de Bolsonaro porque el populismo no solamente fue Chávez ni es Maduro, el populismo es una forma de sacar ventaja de la política vendiendo promesas falsas pero que apelan a las pasiones de los electores. No solo eso, el populismo también es una vía rápida para el ascenso de personas que dividen a la sociedad entre buenos y malos y reivindican tiempos pasados que no siempre fueron mejores. Esta vez Brasil emprende un camino por una opción política que es todo menos perdón, tolerancia y pluralidad. Ojalá nos equivoquemos.
*Director Gral. del ICAPET