¿Las redes sociales son positivas o negativas? ¿Quién fija los parámetros de lo bueno y lo malo en su uso cotidiano? ¿Existen para construir debates interesantes que nos permitan avanzar como sociedad o son principalmente dañinas y buscan destruir a quienes se atreven a defender posiciones controvertidas? Vivimos ciertamente una época de profundos cambios tecnológicos y el uso de las redes sociales es parte de él. Hoy podemos pasar horas en nuestro celular cambiando de aplicaciones y consumiendo información que no necesariamente es verdadera, pero que se ha vuelto parte de nuestra interpretación del mundo.
Cuando Mark Zuckerberg creó Facebook en 2004, probablemente no imaginó los alcances de su plataforma digital. El entonces estudiante de la Universidad de Harvard había logrado reunir un directorio de personas que tenían en común estudiar en la prestigiosa universidad con sede en Boston y que se fue ampliando paulatinamente. Conectar a las personas en la red significaba no solo intercambiar mensajes sino saber más de ellas a través de un perfil público. Las fotografías eran parte de la novedad y volvían más interesante el producto. En 2018, la compañía de Zuckerberg ha rebasado los 2 mil 200 millones de usuarios activos mensualmente, lo que significa una cifra record. Por primera vez una cantidad impresionante de seres humanos convive virtualmente en Facebook, y las implicaciones de privacidad y efectos psicológicos que esto produce son incalculables.
En varios países la cuestión fundamental sobre el uso de las redes sociales ha sido legal: ¿Cuáles son los alcances jurídicos de esto? ¿Pueden servir como pruebas de delito publicaciones o conversaciones a través de las redes sociales? Sin embargo, la otra cuestión sobre los alcances éticos dentro de las plataformas digitales es más difícil que se esclarezca. En 2018, el escándalo de Cambridge Analytica marcó a la compañía de Zuckerberg, quien reconoció haber cometido errores en cuanto a la seguridad y la privacidad de los usuarios. Cambridge Analytica adquirió de forma indebida información de 50 millones de usuarios de Facebook en los Estados Unidos. Estos datos se utilizaron para manipular psicológicamente a los votantes en las elecciones de 2016, en las que Donald Trump resultó electo presidente contra todo pronóstico. Lo que sucedió en Estados Unidos pudo tener consecuencias en otros países, particularmente en América Latina.
Cambridge Analytica, con sede en Londres, usa el análisis de datos para desarrollar campañas para marcas y políticos que buscan cambiar el comportamiento de la audiencia. En la obtención de los datos de los potenciales votantes norteamericanos, esta empresa usó un test del profesor de la Universidad de Cambridge Aleksandr Kogan, que recabó los datos de 15% de la población de Estados Unidos y luego los vendió a la consultora. Sobre esta enorme muestra, se infirieron los perfiles psicológicos de cada usuario de la red social. Como si se tratara de una película de ciencia ficción, del otro lado del espejo los conspiradores sabían cuál debía ser el contenido, tema y tono de un mensaje para cambiar la forma de pensar de los votantes de forma individualizada. Además de la publicidad personalizada, la compañía distribuyó noticias falsas en favor de Donald Trump.
Toda una estrategia maquiavélica que dista de ser la “guerra sucia” habitual de los procesos electorales. Desacreditar a los grandes medios de comunicación le funcionó a Trump en campaña y al parecer le sigue funcionando en su mandato en la Casa Blanca. Señalar a las noticias que no le son favorables como noticias falsas, se ha convertido en algo tan popular en las redes sociales, que ante los señalamientos vertidos en ellas, muchos políticos han optado por descalificarlos de antemano como “fake news”. Pudiera parecer trivial pero no lo es, justamente el mérito de los periodistas está en investigar los hechos que verifican una historia. Sin hechos no hay noticia, y sin noticias la gente no está informada.
En una democracia, el periodismo es tan fundamental como lo son las elecciones; porque salvaguarda la información que le permite a los ciudadanos participar y decidir. Sin embargo, en la era de las redes sociales es fácil desacreditar a alguien sin fundamentos, o peor aún tergiversar la realidad para denostarlo. Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp, entre otras aplicaciones, seguirán siendo parte de nuestra vida diaria, de nuestras rutinas y de nuestra forma de comunicar sentimientos e ideas a nuestros contactos. Con mayor frecuencia, viviremos unidos a estas pantallas, intercambiando ventanas para entretenernos más o menos, para disfrutar la vida dentro de nuestros celulares.
Ciertamente, no todo es negativo. Finalmente, las redes sociales han demostrado ser medios para trasmitir en tiempo real lo que sucede con nosotros. La viralización de un video tiene que ver con esto. Recientemente una usuaria subió a Twitter un breve video en el que por un pequeño lapso su madre, enferma de Alzheimer, recuerda quien la está alimentando y le dice que la ama. Es difícil pensar que tantas personas nos hubiéramos enterado de un momento tan emotivo y bello sin tener una cuenta de Twitter. Un hecho cotidiano que traduce el dolor, la nostalgia y sobre todo el amor entre dos seres humanos se volvió extraordinario y nos llegó al alma a través de un teléfono celular.
La discusión ética sobre el uso de las redes sociales permanecerá, a medida que también crezca el flujo de información y nos hagamos usuarios permanentes de mecanismos que ya dominan nuestra vida diaria y tienen serias implicaciones para los gobiernos del mundo. Desde hace años, empezamos a vivir en una doble realidad cuyos alcances aún desconocemos.