“Cada uno de nosotros entrega su persona
y todo su poder a la suprema dirección de
la voluntad general; como un cuerpo,
recibimos a cada miembro como
parte indivisible de la totalidad”
J.J Rousseau
A todo aquel que tenga una poco de conciencia de su condición ciudadana, le duelen acontecimientos como los que hoy sigue padeciendo Amoltepec. La retención de personas y el herimiento de bala de uno de sus pobladores, son solo síntomas y reflejo sensible de una problemática más profunda que ha echado raíces en varias comunidades de nuestro estado.
La ignorancia, cualquier tipo de ignorancia, no justifica el hecho de que los habitantes o los líderes de cualquier núcleo social consideren como legítima la posibilidad de hacerse justicia por propia mano, bajo las circunstancias que sean, independientemente de qué es lo que por “justo” y “necesario” entiendan.
La responsabilidad de todo gobierno es mantener y a más de ello, promover la cohesión social, noción que escapa de los libros y vuelve al lugar de donde los libros sólo la tomaron prestada para explicarla: la vida cotidiana, la dinámica social. Un conflicto social concreto puede no ser responsabilidad del gobierno (ni de sus actores ni de las leyes que le brindan orientación a la acción), pero un gobierno estatal o federal tiene responsabilidad en tanto no deja claro a todos sus gobernados, en los términos más llanos, la importancia del “pacto social” para la pervivencia de la comunidad política, para la vida en armonía… para la paz, como fundamento del bienestar, mucho más si bajo ese slogan de campaña llegó al poder. Los gobiernos puedes ser responsables en la medida en que mantienen ignorantes a sus todos sus gobernados respecto de esto y culpables por la inacción, por ser omisos en la solución cuando una problemática concreta se da.
Los municipios no son ínsulas aparte, no se autogobiernan más allá del artículo 115 constitucional y como entidades políticas forman parte de un pacto que en su aspecto más necesario les obliga a obedecer las leyes que todos nos hemos dado a través de nuestro poder legislativo. No debería haber más: o el Poder Ejecutivo concilia entre las partes en conflicto, la obediencia de las leyes que protegen la vida, la libertad y la propiedad fundamentalmente; o la aplica por medio del uso legítimo de la fuerza. Cuanto está pasando particularmente ahora, y no solo me refiero al caso Amoltepec, es que la línea que separa la imposición del estado de derecho y la “represión” se ha hecho más delgada, casi imperceptible y ante el miedo de cruzarla, se minimizan los conflictos y la vindicta privada se toma como moneda de cambio, sobre todo en municipios alejados del centro político: la capital del estado.
La doctrina del pacto social inherente a la democracia implica que los seres humanos cedemos nuestra vida y nuestro propio poder al gobierno encargado de aplicar las leyes que son buenas y justas desde el momento en que nosotros mismos las avalamos con la elección de quienes la hacen: los legisladores.
La justicia por propia mano en forma de toma de palacios municipales, bloqueos de vialidades, privación de la libertad, golpes y hasta homicidios, hecha muchas veces a impulsos de voluntades caprichosas para quienes el bienestar común no importa, requieren acción inmediata y decidida de los primeros garantes de la ley. Un gobierno se elige para hacer valer la ley, conciliada y pacíficamente o por la fuerza cuando la razón no encuentra cabida. Las leyes que carecen de sanción se convierten en normas imperfectas que solo sirven a analistas y amanuenses, pero no a la ciudadanía que vive en carne propia la anarquía, mucho menos a la comunidad política: federación, estados, municipios que deben vivir, no uniformados ideológicamente, pero sí unidos para el progreso común. El que nueve policías, representantes del orden se encuentren privados de su libertad por ciudadanos de Amoltepec es emblemático. Se necesitan acciones contundentes para que el mal ejemplo no cunda. Negociar la ley más allá de indebido ha sido casi siempre y en estos casos una mala ocurrencia, más aún cuando se hace por miedo y sacrificando el derecho de quienes conservan la vocación pacífica. Cunde el mal ejemplo y se envía un peligroso mensaje a ciudadanos, grupos y organizaciones que se sienten agraviados.
Casualmente recibo, mientras esto escribo, una llamada. No pocas organizaciones oaxaqueñas de cafetaleros tomarán en breve las calles. El motivo: incumplimiento de promesas de campaña. De ello abundaremos en otra entrega.
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