La crisis política por la que atraviesa la hermana República Bolivariana de Venezuela no es menor. Se han conculcado la mayor parte (por no decir la totalidad) de las libertades. La lucha emprendida por amplios sectores de la población por restituir la legalidad se libra en las condiciones más adversas y ha convocado una amplia solidaridad en todo el mundo, misma que incluso ha dado oportunidad a personajes lo más lejanos a reivindicaciones democráticas de asumirse como “defensores” de lo que nunca honraron cuando gobernaron sus países; caso concreto: José María Aznar, Felipe Calderón, Álvaro Uribe, por citar los más “activistas”.
Dicho lo anterior, recién la semana pasada, Nicolás Maduro escenificó una ópera prima política en tres actos. Seguramente mal aconsejado por el pajarito que le habla al oído y de la cual tuvo que recular por la presión interna que amenazaba desbordarse y provocar un derramamiento de sangre que hubiera convertido el golpe de Estado de “técnica jurídica” en un golpe de Estado militar –muy seguramente-; y también por la condena internacional.
La puesta en escena se inició la noche del miércoles 29 de marzo, cuando de pronto y sin decir “agua va”, comenzó a circular vía twitter y en algunos medios de la capital, controlados por el gobierno, la noticia de que el Tribunal Supremo de Justicia preparaba una resolución que le permitiría asumir las competencias de la Asamblea Nacional, que como es de todos conocido, cuenta con una limitada mayoría de los partidos de oposición a Nicolás Maduro; mayoría que desde hace 15 meses en que se constituyó ha puesto en jaque su permanencia en el poder, como nunca había sucedido en 18 años de gobiernos chavistas.
Vale la pena comentar que, en los hechos, el TSJ ha estirando al límite sus atribuciones legales. Ya había logrado limitar casi en su totalidad la capacidad de aprobar leyes a la Asamblea; convirtiéndola en un órgano cuasi decorativo; al que sólo le quedó el recurso de ser la caja de resonancia frente a las arbitrariedades de Maduro.
Ya para la madrugada del jueves, se confirmó que el Tribunal acababa de dictar una nueva sentencia en contra de la Asamblea, misma que en los hechos la desaparecía. El TSJ asumía plenamente las funciones legislativas y le retiraba la inmunidad parlamentaria a los miembros del Congreso, lo que en buen romance los dejaba en estado de indefensión. Se presumía que el siguiente paso sería la aprehensión de los diputados y diputadas.
Para el mediodía la noticia ya había causado estado. Los cables internacionales daban cuenta del “madurazo”, en evidente referencia comparativa con el “fujimorazo”, con el que Alberto Fujimori clausuró el Congreso de Perú en 1992. Para esa hora, Luis Almagro, Secretario de la Organización de Estados Americanos, denunciaba que en Venezuela se consumaba un autogolpe de Estado. Para las tres de la tarde, Perú anunció el retiro definitivo de su Embajador en Caracas; horas después Colombia, Uruguay, Brasil, Argentina y Chile emitieron contundentes comunicados pidiendo la restitución de la legalidad constitucional en Venezuela.
En respuesta, el gobierno de Maduro acusó de estar siendo objeto de “una campaña histérica de los gobiernos de la derecha intolerante y pro imperialista”; “mediante falsedades e ignominias se pretende atentar contra el Estado de Derecho en Venezuela” denunciaba, ya para entonces la oposición llamaba a la insurgencia popular; la tensión crecía a cada momento; las declaraciones en contra y viceversa se agolpaban en las redacciones de la prensa del mundo.
En esas condiciones se estaba, cuando el viernes a las 10.30 de la mañana ¡oh sorpresa! La situación tomó un giro inesperado. La Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, a quien se le consideraba de filiación chavista, declaró que “en las sentencias del Tribunal Supremo se evidencian violaciones del orden constitucional y desconocimiento del modelo de Estado consagrado en nuestra Constitución”.
Las reacciones volvieron a darse en ambos sentidos. Sorpresa, estupor, escepticismo. Los más argumentaban “es una fachada del gobierno para mostrase democrático”. No faltaba quien con cierta ironía presagiaba un castigo ejemplar –de Maduro- en contra de Doña Luisa; “no se lo van a perdonar” era un juicio recurrente.
Para la tarde del mismo viernes, después de guardar silencio durante 40 horas, lo cual ya era casi un record Ginnes; Nicolás Maduro, hacia las 5pm. en un Congreso de Emprendimiento Digital dijo que “el impasse entre la Fiscal y el Tribunal Supremo de Justicia sería superado rápidamente y le entregaremos al pueblo otro triunfo del diálogo”. A las 9 de la noche volvió a aparecer en un Consejo de Defensa de la Nación, acompañado del presidente del TSJ y del Comandante del Ejército, el General Vladimir Padrino.
Y pasada la media noche, el mismo Maduro, para que no quede duda de quién son los chicharrones que truenan, adelantó que las sentencias sería corregidas. Finalmente, el sábado 1 de abril por la mañana, vía un comunicado, el TSJ anunció que suprimía las “partes sensibles” de las sentencias; los parlamentarios no perderían su inmunidad y el TSJ no asumiría las funciones de la Asamblea.
¿Qué pasó? Obviamente no hay una versión oficial, aunque es evidente que la condena internacional al golpe de Estado de facto, pesó y mucho. Otras especulaciones apuntan a que hubo “mensajes cifrados” de países que están a punto de comprar acciones de empresas petroleras de participación estatal, cuya venta requiere aprobación del Parlamento.
La oposición por su parte, aun cuando padece una división crónica, también aportó con la movilización. Lo que sigue es impredecible.
¿Alguien puede asegurar que esto ya está decidido?
RAÚL CASTELLANOS HERNÁNDEZ / @rcastellanosh