La UNAM como universidad de masas se ha convertido en una entidad ingobernable. Por eso las sucesiones de rector han obedecido a una lógica de poder y no a una decisión académica. El punto central radica en una especie de axioma: preferible un rector débil que otro Javier Barros Sierra.
La decisión a favor del director de Medicina, Enrique Graue Wiechers, para dirigir la UNAM por cuatro años y una probable reelección de otros cuatro años le dio la vuelta a la urgente reorganización de esa casa de estudios que recibe un subsidio de 37 mil millones de dólares pero que ejerce una autonomía absoluta que parece separatismo.
La prioridad en la UNAM es la estabilidad, no la calidad académica. En 1968 el rector Javier Barros Sierra se convirtió en el pivote del conflicto y no en el espacio de estabilización. Los conflictos surgieron el 22 de julio de 1968 y el problema se potenció el 30 de julio cuando el rector Barros Sierra izó la bandera a media asta en la Ciudad Universitaria: la dinámica Estado-estudiantes se quedó sin factores de negociación.
El enfoque poco analizado del movimiento estudiantil mexicano del 68 radica en el hecho de que se trató de un problema político del sistema priísta por razones de dos sucesiones presidenciales: la de 1964 y la de 1970; en 1964 Barros Sierra como secretario de Obras Públicas del gobierno de López Mateos se colocó en la lista de aspirantes a la presidencia, pero fue derrotado por Díaz Ordaz. Pero éste, ya como presidente, colocó a Barros Sierra como director del Instituto Mexicano del Petróleo, de donde salió, con el aval presidencial, a la rectoría de la UNAM.
Después de la caída del rector Ignacio Chávez en 1966 por presiones de un grupo priísta, la inestabilidad en la UNAM requería de un estabilizador. A esa tarea fue enviado Barros Sierra, en el entendido de que conocía a Díaz Ordaz desde el gabinete de López Mateos. Pero a la hora de la ruptura del 68, Barros Sierra prefirió liderar a los estudiantes en lugar de buscar caminos de despresurización política. En los hechos, Barros Sierra cayó en el juego sucesorio de Luis Echeverría Alvarez. Y la UNAM perdió.
Desde 1973, luego de la caída del rector Pablo González Casanova por presiones de grupos priístas, la UNAM optó por rectores priístas que se dedicaron a administrar la estabilidad. Guillermo Soberón, Octavio Rivero y Jorge Carpizo usaron la rectoría como trampolín al gabinete presidencial; y Juan Ramón de la Fuente y José Narro Robles salieron del gabinete presidencial a dirigir la UNAM.
La nominación de Graue Wiechers como rector fue una decisión al estilo priísta: de continuidad de un grupo de interés que domina la Universidad. Pero la sociedad mexicana necesita de una reorganización de la UNAM para hacerla funcional a los intereses del desarrollo y que deje de funcionar como centro guardián del sistema priísta pero con espacios de disidencia sistémica. Mientras la UNAM ha perdido la brújula académica, los funcionarios desde 1982 han salido de universidades privadas.
A ello se debe agregar uno de los pasivos más importantes de la política educativa: la decisión de no crear más universidades públicas, a pesar del crecimiento de la demanda universitaria. La reforma educativa que falta debe meterle mano a la UNAM y multiplicar universidades públicas porque la UNAM ha dejado de ser funcional a la república.
indicadorpolitico.mx
carlosramirezh@hotmail.com
@carlosramirezh