Un amigo de Dios: Miguel Ángel Sánchez de Armas

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Allá por el lejano comienzo de los setenta, en el aeropuerto de Londres, encontré un volumen titulado The Hobbit que alguien había dejado entre el Time, el Newsweek y el Economist, mis remedios para atenuar el tedioso viaje trasatlántico. Lo compré sin pensarlo. La dependienta me ofreció los tres tomos de la secuela, pero me pareció un exceso y me encaminé a la sala de abordar.

 

Fue un viaje extraordinario. La cena insípida se convirtió en banquete y el güisqui en ambrosía. Trece horas después desembarqué en la región más transparente convertido en un tolkiano y con plumón consigné en el muro de los sanitarios la leyenda “¡Frodo vive!”, arrepentido de no haber comprado los demás libros.

Así descubrí al -para mí, devoto del género- primus inter pares de la congregación sagrada de Stanislaw Lem, Ray Bradbury, Isaac Asimov, et al. Hacia mediados de la década supe que un cofrade, Carlos Ramírez -hijo de Ramírez Ladewig y en aquel tiempo director de Radio UAG- era también converso y constituimos una hermandad secreta juramentada para seducir y llevar a la Tierra Media y ante la casa de Gandalf a cuanta alma nos fuera posible.

Hace unos días tuve un gratísimo reencuentro con Adriana Malvido y supe que su hijo, siendo adolescente, había caído bajo el mismo hechizo y que fue de los lectores de un texto dedicado a John Ronald Reuel Tolkien que escribí alrededor del 2001. Quise entonces compartirlo de nuevo en esta etapa “memoria y nostalgia” de JdO.

* * *

Comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién hablo? Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra, presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora en forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, una locura, ilegible. Una pista: no se trata de Joyce.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción masiva, el estruendo del tráfico y el descarno y fealdad de la vida moderna europea, y amó los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de niño, así como a las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las leyendas nórdicas. Una pista: no se trata de D. H. Lawrence.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de literatura antigua en su propia obra maestra, incorporándolas magistralmente conforme avanzaba. Una pista: no se trata de Pound.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y católico. Una pista: no se trata de Eliot.

Los más antiguos de mis lectores –antiguos en el sentido clásico- quizá hayan adivinado ya de quién hablo. Y si son de mi edad y fueron como yo vagamundos y en su camino a Damasco se toparon en un callejón con el grafiti “¡Frodo vive!”, entonces ya lo saben de cierto. Para los más jóvenes, quizá un cuento les ayude:

“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología, que sabía más sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf que nadie en el mundo. El maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo mandó a una guerra terrible en cuyas trincheras estuvo a punto de perder la vida. Anegado en el lodo sanguinolento, y apabullado por el estruendo del cañón y la metralla y los lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo que creó cuando muchos años después interrumpiera por un momento la calificación de un examen para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”.

El escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del Sur, es J.R.R. Tolkien (John Ronald Reuel) hoy una referencia doméstica gracias a Hollywood, pero en mi adolescencia y primera juventud vicario de un rito arcano cuyos miembros nos reconocíamos por señas secretas y conjuras pronunciadas en voz baja como esa de: “¡Frodo vive!” Hoy me asombra que haya sido hasta mediados de los setenta que encontré en mi propio país con quien hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias con, entre otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se consigna al inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero que es de Jenny Turner, la espléndida periodista autora de Razones para amar a Tolkien.

He aquí un personaje deslumbrante y paradójico. De él se dice que era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su devoción por la filología se percibía anticuada incluso en el mundo victoriano. Pero la obra de este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca alzaba la voz, vestía siempre en tweed y chaleco y fumaba pipa, despertó una corriente pasional pocas veces vista en la literatura. Jenny Turner confiesa que le asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia en compañía del demiurgo de El señor de los anillos y que ya adulta si bien encuentra los libros repetitivos y “ruidosos”, éstos siguen conectándose a su espíritu de manera inquietante. “Hay una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como cuando una nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno, es un alivio infantil… que también es como un hoyo negro”. Escalofriante memoria, pero humana y generosa si la comparamos con otros juicios, como el de mi admirado Edmund Wilson: “Hipertrofiado… Un libro infantil que de alguna manera se salió de madre… Una pobreza creativa casi patética…”. John Heath-Stubbs estima que la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito Winnie Pooh, mientras Germaine Greer exclama que fue “su pesadilla”.

Vaya, pues. Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las pasiones terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas durante tantas generaciones, pues a estas alturas del siglo y mal que me pese gracias al cine, la cofradía tolkiense es ya una muchedumbre. No escapa a la aguda e inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros son tan criticables, ¿por qué a tantos millones les han apasionado?

No es una pregunta fácil. El Hobbit (1937) me encontró en una librería del extranjero aún adolescente y lo compré por no dejar, por tener algo que leer en el vuelo de 13 horas que me esperaba por la noche. En el aeropuerto comencé la lectura y a la mitad del vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la secuencia, conocida como El Señor de los Anillos (1954). Una mirada crítica descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en los personajes y en la narrativa. Yo extirparía a Tom Bombadil, un personaje arbóreo que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor consecuencia en el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de algunos protagonistas así como la lógica de varios episodios (y ya que de utopías hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción de Taurus con su majadera “castellanización” de nombres que en vez de un Bilbo Baggins nos sirve un “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones asestadas a la obra del viejo profesor.)

Pero como dicen los sajones, al final del día lo que me queda es una profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo pienso, tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor. La leo y la releo; sé de memoria pasajes enteros; y cada vez que la visito descubro en ella algo novedoso. Quizá ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con otros espíritus en un nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que tiene como hilo conductor las emociones y sensaciones más humanas.

¿Y quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor? John Ronald Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África del Sur, después de un parto difícil y prolongado. A ese país habían emigrado sus padres en busca de fortuna, y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la muerte del padre en 1896, la madre regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al catolicismo y en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en la época.

La madre es un personaje fascinante por derecho propio y estoy convencido de que su personalidad impregna a los espíritus etéreos y fuertes de las pocas mujeres en la obra de J.R.R. Antes de casarse con Arthur Tolkien a los 21 años había sido misionera de la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el lector, ¡impartió catecismo en el harén del sultán de Zanzíbar!

Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre en la Inglaterra anglicana y victoriana de entonces y las consecuencias que sin duda estos hechos tuvieron sobre la sensible personalidad del niño J.R.R.. ¿Recuerda el lector a Shelob, el mefistofélico ser que en forma de tarántula gigante custodia el paso de Cirith Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo y Samwise merced a las intrigas de Gólum? Pues en Sudáfrica el niño Tolkien tuvo experiencias memorables: un encuentro con una peluda tarántula, que lo picó, y con una serpiente. Y un sirviente de la familia “lo tomó prestado” durante varios días para llevarlo a su aldea y presumirlo a su extensa parentela, con las consecuencias que el lector podrá imaginar. Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña inglesa, su estancia en las trincheras en la primera guerra mundial -donde el gas mostaza daño su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus amigos- , su vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo… toda su existencia, pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a la que asisten los enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo, Frodo y otros personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra Media.

Pero me estoy saliendo de tono. Si el viejo profesor pudiera leer estas cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría confeti, ya que detestaba a los críticos y a los exégetas… ¡y a fe mía que tenía razón! Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga (El Hobbit,  El Señor de los Anillos, Las dos torres y El regreso del rey), con El Silmarilion, integran una república abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor del gozo, que es la tierra de la imaginación.

Nota bene. Reuel, el tercer nombre de Tolkien (John Ronald), es un apelativo heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere decir, literalmente, “Amigo de Dios”. Sin duda el escritor lo fue.

Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.

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