Lo dijimos en este mismo espacio de reflexión, desde el 26 de octubre de 2015: no sólo nuestro país, sino todas las democracias del mundo, cada cual con sus alcances y sus imperfecciones, debieran estar en alerta máxima, provocativas y no pasivas, ante la amenaza a los valores universales de la civilidad, la tolerancia y la concordia que representa el excéntrico fascista precandidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump.
Hoy esa advertencia cobra mayor relieve y preocupación, pues contra todos los principios de la lógica y el raciocinio, ese individuo, sin elementos de juicio para llamarle personaje, es ya candidato de una de las dos expresiones políticas del sistema político estadunidense, ante el estupor y la indignación de varias figuras del propio Partido Republicano, para no hablar de los sectores ilustrados de otro signo político.
Resulta temerario, y difícil de creer, que el huevo de la serpiente esté a punto de hacer eclosión, incubado con el calor de las expresiones más retardatarias y oscurantistas de una sociedad liberal, de pensamiento abierto, heredera del pensamiento de Jefferson, Madison, Lincoln y Luther King Jr.
El paso de los meses no ha hecho más que confirmar que estamos ante una aberración histórica, regresiva, contranatura, incompatible con los valores del siglo XXI, valores de tolerancia a la igualdad racial, el respeto entre naciones, la diversidad ideológica, la equidad de género, los derechos humanos universales y hasta la libertad de mercado.
Los ataques no son sólo contra México, sino contra la civilización y la democracia, contra el respeto mínimo a las reglas que deben prevalecer en una contienda política. El precandidato y luego candidato republicano lo mismo ha insultado a mexicanos que a musulmanes, a civiles que a militares, a mujeres que a homosexuales, a personas con capacidades diferentes que a quienes tienen un origen distinto al anglosajón, a migrantes de distintos puntos cardinales que a ciudadanos estadunidenses que no comulgan con él, con sus dislates y extravagancias.
Por eso hay que decirlo sin ambages, con todas sus letras: Donald Trump es, a la luz de sus deshilvanados conceptos y sus actitudes de principio a fin, un fascista, que puede usar las reglas de la democracia como lo hiciera su figura de inspiración, Adolfo Hitler, para desmontar el andamiaje institucional de la democracia estadunidense y luego extender su oprobiosa sombra al mundo entero.
No debemos subestimar su amenaza de aplicar una política de fuerza en el Medio Oriente, una política antinmigrante indiscriminada, y una política comercial cerrada y autoritaria, al pretender eliminar los tratados de Libre Comercio con América del Norte, es decir Canadá y México, los acuerdos bilaterales con China y el recién suscrito Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, según sus siglas en inglés) que abarca a un conjunto de economías que comprenden 40 por ciento del PIB mundial.
De México en particular, lejos de reconocer las aportaciones a la economía de su país, la mayor del mundo, las ofensas verbales han ido en ascenso, desde aquella con la que abrió su precampaña política y ha sido la columna vertebral de su estrategia de penetración entre la derecha conservadora: hay que levantar un gran muro en la frontera entre Estados Unidos y México, y además debe ser pagado por los vecinos del sur, pues México no es nuestro amigo… México manda a su gente, pero no manda lo mejor. Está enviando a gente con un montón de problemas (…). Están trayendo drogas, el crimen, a los violadores.
México no es nuestro amigo. Nos está ahogando económicamente, como declaró el 16 de junio de 2015, en su discurso de lanzamiento de su candidatura para las primarias del Partido Republicano.
Hasta acusaciones directas, sin aportar una sola prueba contra la comunidad migrante de origen mexicano. Los mayores proveedores de heroína, cocaína y otras drogas ilícitas son los carteles mexicanos, que contratan inmigrantes mexicanos para que crucen la fronteras traficando droga, como expresó ante un grupo de simpatizantes el 6 de julio de 2015.
Línea contraria al interés de los mexicanos que no ha variado después de su visita a nuestro país, en donde abundaron las expresiones de persona non grata, no bienvenida por distintos sectores de la sociedad mexicana.
Pero regreso a mi reflexión original: la amenaza de Trump no es sólo contra México, es también contra Estados Unidos, contra la democracia y contra el mundo. Ya demostró que no sabe apreciar expresiones de cordialidad, civilidad y buena fe, que lo suyo es la intolerancia fascista, racista y misógina, la misma intolerancia que ha cobrado millones de víctimas en la historia universal, cuando de las palabras se ha pasado a los hechos.
Donald Trump es el nuevo capítulo de la historia del fascismo y el oscurantismo autoritario, en donde figura Benito Mussolini, de la Italia de los años 20, que corporativizó a la sociedad italiana y asfixió las garantías individuales; la falange española creada por José Antonio Primo de Rivera en la década de los 30, que crearía las condiciones de militarismo, clericalismo e intolerancia, que años después llevarían a Francisco Franco al poder; el llamado salazarismo, del Portugal de los años 30 a los 70, un régimen cuya mayor figura fue Antonio Salazar, que también terminó contaminado por la ola fascista que cubrió amplias franjas del territorio europeo.
Y sobre todo, Adolfo Hitler y su bandera de la supremacía aria, que cobró la vida de millones de judíos y de otras razas y nacionalidades.
Por eso insisto en que no debe terminar de gestarse, de concretarse, lo que hoy es una amenaza temeraria, un acto en potencia, a la comunidad universal y los valores de la democracia política. No es México, no es Estados Unidos, es el mundo.
La Jornada