WASHINGTON, D.C.- Resulta que ante la ofensiva atrabancada, grosera, superficial, anímica, reactiva, derechista y geopolítica del presidente Donald Trump, la crisis de liderazgo mundial se hizo evidente: ningún país, ningún líder internacional, ninguna organización multinacional ha sido capaz siquiera de enfrentarlo con decisión. El presidente español Mariano Rajoy se ofreció como intermediario de la Casa Blanca con la Unión Europea.
Los extremos de la política exterior estadunidense agresiva ocurrieron contra México y los nacionales de siete países dominados por la ideología musulmana radical: el muro en la frontera México-EE.UU. y las restricciones a la validez de visas fueron los indicios de que la Casa Blanca no sólo no andará con juegos diplomáticos, sino que el trasfondo geopolítico es el de la recuperación de la dominación del imperio. En el camino a esas dos decisiones había algunas ligeras desviaciones que hubieran podido diluir el conflicto, pero Trump ha sido bastante directo en que viene por la restauración del poder –en sentido weberiano: la dominación de los otros– de Washington.
Desde Ronald Reagan (1981-1989) no había habido en el mundo una gran ofensiva de la Casa Blanca para imponer su fuerza, inclusive con el dato mayor de que Reagan –con el apoyo del Vaticano del papa polaco Juan Pablo II– realizó un largo operativo para destruir a la Unión Soviética en 1989. Bush Sr. careció de continuidad imperial y por eso fue desplazado luego de apenas un periodo de cuatro años y Clinton osciló entre el impulso a la economía –“es la economía, estúpido”– y el mantenimiento del poder imperial sólo contra radicales árabes. Bush Jr. se encontró con el terrorismo y Obama no supo aterrizar su modelo de maduración imperial con la dominación implícita, la ausencia de pensamiento estratégico y de seguridad nacional y la crisis económica del capitalismo estadunidense.
Trump, por tanto, es producto de un proceso histórico en la evolución de la sociedad mayoritaria estadunidense. El discurso de “hagamos América grande otra vez” apeló al destino manifiesto del siglo XIX que, por cierto, México padeció de 1826 a 1848 y que le costó la pérdida de la mitad de su territorio, culpa, ciertamente, de sus divisiones internas, pero también producto de la invasión militar estadunidense 1846-1848.
Los EE.UU. de Trump son los mismos que lanzaron la conquista del oeste para aniquilar a las tribus indias nómadas guiadas por los búfalos, los que aplastaron a México, los que definieron en 1824 la Doctrina Monroe de “América (EE.UU.) para los americanos”, los que consolidaron la doctrina Wilson de rectoría del orden mundial y los que diseñaron a doctrina Kissinger de que los EE.UU. tienen responsabilidades que en los hechos no son más que intereses, los que se apropiaron de la economía mundial en 1944 en el balneario de Bretton Woods a través del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y los que asentaron la doctrina Nixon del dólar.
En un enfoque geopolítico, estratégico, de seguridad nacional y de dominación, los EE.UU. de Trump retoman el papel imperial de Washington que se había relajado por la caída del Muro de Berlín y el fin fukuyamista de la historia. Después de la derrota del comunismo –autoderrota, más bien, por los errores de las burocracias soviéticas–, el terrorismo pasó al centro del escenario mundial podría decirse que en la misma lógica de las contradicciones de dominación económica: el petróleo al servicio de los países productores desde 1973, con el terrorismo –palestino, primero, pero luego religioso musulmán– como el enemigo histórico del capitalismo.
De 1989 al 2016, los EE.UU. pasaron por un aflojamiento de su condición de imperio; en el fondo, las leyes patrióticas de Bush Jr. y su ofensiva contra Irak y Afganistán carecieron de un escenario geopolítico mayor y se circunscribieron a las pasiones del propio Bush Jr. animado por el odio a Sadam Hussein a partir de sus ataques contra Bush Sr. La política imperial estadunidense de responsabilizarse del orden mundial se diluyó en las decisiones de los presidentes demócratas Clinton y Obama de no definir sus guerras en el medio oriente como parte del ajedrez mundial. La configuración de una multipolaridad después de Berlín y la reconstrucción de los imperios soviético y chino, aunado a una globalización de los mercados comerciales que hundieron a la economía estadunidense en tasas mediocres de crecimiento económico y de pérdida de nivel de bienestar, desdibujaron el papel de la Casa Blanca.
Por eso el llamado de Trump a recuperar la grandeza fue leído correctamente por los sectores conservadores y no pocos liberales. En este sentido, el repudio a las órdenes ejecutivas de Trump ha salido de los sectores liberales y progresistas que quisieran el mundo imposible del bienestar social promovido por el capitalismo estadunidense, el dominio hegemónico del mundo y la autoridad moral a partir del reconocimiento a los derechos de los demás. Ello explicaría el quiebre del sentido del voto a favor de Obama ahora por Trump.
El mundo asiste pasivo a la reorganización del orden mundial alrededor, de nueva cuenta, de los EE.UU. y no hay líderes que se opongan. Al final, pareciera que las élites mundiales estaban esperando a alguien que pusiera de nuevo orden en el desorden posterior al fin del imperio soviético. Las naciones del mundo no maduraron su responsabilidad en la construcción de un nuevo equilibrio mundial: Europa y América Latina parece que se sienten más cómodos con Trump y por eso su tibieza en la condena institucional a la agenda de migración.
Así que el ascenso y la consolidación de Trump son corresponsabilidades de los líderes mundiales.
indicadorpolitico.mx
@carlosramirezh