En la tercera semana de este enero de 2018 se cumplirá el primer año formal de la presidencia de Donald Trump y todos los indicios señalan que los comportamientos de la Casa Blanca no van a tener ninguna variación. Pero si ese hecho es parte de la lógica del poder, lo más inquietante es que haya estadunidenses y sociedades y gobiernos de otras naciones que estén esperando que algo tumbe a Trump de la presidencia.
La política está basada en hechos de poder, no en expectativas; las expectativas se venden a los ciudadanos como posibilidades por llegar… o por no llegar. Tres hechos hasta ahora han sacudido los cimientos de la presidencia de Trump: las elecciones en Alabama perdida por republicanos, la necedad del dictador de Corea del Norte y los juegos geopolíticos y geoestratégicos de Rusia y China. Estos hechos hablan de la impericia –a veces rayando en la incapacidad– de Trump para ejercer el poder de la Casa Blanca.
Trump ha mostrado un indicio que hablaría mucho de su poder personal, pero también bastante de su falta de poder institucional. Un hecho acaba de ocurrir: el 28 de diciembre un operador mediático externo de Trump invitó a almorzar en la cafetería de Mar-a-Lago, la residencia de descanso de Trump, a un periodista del The New York Times a donde llegó el propio Trump acompañado de miembros de la guardia costera. Con habilidad, el amigo de Trump acercó al reportero a presidente y éste le dijo que le gustaría charlar con él; Trump le dijo que lo esperara un rato.
Y así fue, terminando su reunión, sin miembros de su cuerpo de prensa, Trump se sentó a platicar media hora con el periodista del NYT, uno de los diarios de la lista negra de la Casa Blanca. La charla fue amigable, el reportero confesó después que no quiso interrumpir al presidente en sus largas disquisiciones y las declaraciones fluyeron, ante el enojo posterior del equipo de prensa de la Casa Blanca porque cada frase del presidente de los EE.UU. genera líneas de ejercicio del poder.
El resultado fue… intrascendente. El reportero del NYT, corresponsal en temas de seguridad nacional, no logró ninguna declaración de fondo. Molesto por la exclusiva, el The Washington Post hizo un recuento del contenido de las declaraciones de Trump y encontró cuando menos veinticuatro mentiras u inconsistencias y reclamó que el reportero del NYT no hiciera contrapreguntas; éste a su vez, se justificó con el argumento de que iba a tener más cosas de contenido dejando hablar al presidente que confrontándolo.
El caso es que de nueva cuenta Trump salió airoso de su estilo de relacionarse con la prensa.
Y ahí es donde se ha localizado parte de la falla social en los enfoques sobre Trump: los medios de comunicación han preferido la confrontación, la fabricación de notas críticas con fallas de información y el choque directo, que la indagatoria sobre las tesis políticas del presidente de los EE.UU. Es la hora que los medios críticos –NYT, WP, CNN, Newyorker, entre otros– se siguen apoyando en la exaltación a la presidencia de Barack Obama que en los actos propios de Trump, con la circunstancia agravante que Obama encabezo una de las presidencias más fallidas e imperiales de los EE.UU.
Uno de los puntos centrales de Trump es precisamente uno de los temas menos analizados: su pensamiento político no sólo conservador, sino aún más radical: puritano. El conservadurismo tradicional se ha corrido al centro y ha quedado como un aliado útil a los demócratas cada vez menos progresistas. Y aunque cada vez queda más claro que el conservadurismo de Trump es el vinculado a los conquistadores que fundaron el imperio, hay pocos ideólogos conocidos. Funcionarios de los gobiernos republicanos de Ronald Reagan (1982-1989), George Bush Sr. (1989-1993) y George Bush Jr. (2001-2009) han preferido votar por los demócratas. Sin embargo, la base electoral de Trump se ha consolidado: los estadunidenses de condado, negadores del Estado y de la burocracia y guardianes de la vieja religión de conquistador del siglo XIX. En este sector tiene Trump las esperanzas de la reelección en el 2020.
Los principales comentarios en los pasillos estadunidenses del poder hablan de la posibilidad –más como deseo que como probabilidad– de que Trump sea sometido a un juicio político. La investigación del Rusiagate –acusaciones de que Trump habría pactado con Putin ayuda para ganar– no han llevado a pistas serias, además de que el propio sistema político estadunidense se desangró con las investigaciones a Nixon –que llevaron a su renuncia– y a Clinton –que se defendió hasta con las uñas–. Hasta ahora ningún presidente ha sido destituido.
La derrota de la elección de senador en Alabama ha sido magnificada pero con poca sustancia real: el candidato republicano Roy Moore perdió muchos votos por acusaciones magnificadas de abusos sexuales, por lo que no debiera ser considerada una derrota del modelo político de Trump. Este año de 2018 habrá elecciones legislativas y las apuestas desean –no basadas en hechos reales– que los demócratas le quiten a Trump la mayoría en la Cámara de Representantes. Las primeras tendencias señalan un avance demócrata, pero los republicanos de Trump se están reorganizando para no perder esa capacidad de decisión.
Lo más importante en este primer año de gobierno de Trump ha sido la incapacidad de la oposición progresista y demócrata –ya no aliada entre sí como antes– para construir una crítica real al modelo de gobierno de Trump, como se vio en la victoria presidencial con la reforma fiscal a favor de los ricos. Sin una alternativa demócrata real, el 2018 sólo podría allanarle el camino a Trump hacia su reelección en el 2020.