¿Ha sentido usted una especie de opresión en el ánimo? ¿Ha sentido que le aprieta el pecho ese algo que parece como si quisiera llorar o incluso apartarse un poco para sentirse usted mismo? ¿Ha sentido desasosiego, incertidumbre, dolor del alma y ganas de que lo entiendan, aunque nadie lo entiende según uno mismo? … y ‘cuando quiere llorar no llora, y a veces llora sin querer’.
Para los antiguos griegos la tristeza estaba asociada al exceso de “bilis negra” en el cuerpo humano. Según Hipócrates esto provocaba un comportamiento “abatido, apático y un manifiesto sentimiento de tristeza”. Así, bilis negra pasó a convertirse en sinónimo de tristeza. Esto lo escribió muy bien Federico Campbell en su maravilloso libro: “Post scriptum triste”. Así que la tristeza es tan antigua como el mismo ser humano y como su propia felicidad “que para en melancolía”.
La tristeza nos hace reflexionar profundo. La alegría no. La alegría nos hace vivir profundo y contentos, entregados a la misma alegría que se desborda de nuestro cuerpo para ser tan expansiva como fuegos artificiales de mil colores, como un castillo de feria, como una canción ranchera tan estrepitosa como impulsiva y contaminante.
La tristeza se mete al cuerpo sin darnos cuenta; entra al alma por los ojos, por los oídos, por el sabor, olor, tacto. La tristeza nos sumerge en nosotros para ser parte de nuestro íntimo decoro. Y nos deja cada día exhaustos porque nuestro yo interno está enfrentado a sí mismo y, por tanto, agobiado y sin aparente solución.