Tres minutos: Moisés Molina

Print Friendly, PDF & Email

Por algo le decían “El mago” (¿Acaso los magos no se adelantan a su época?)

Nacido en 1910, Helenio Herrera entregó al futbol un regalo como profecía; predestinado a abrirse una noche de domingo en el estadio Azteca: “Al futbol se juega mejor con 10 que con 11”. La profecía trajo el milagro.

Leí con placer en “la Ciudad Deportiva”, la columna de Miguel Ángel García compartida amablemente por mi amigo @manuelesesarte y leí también su anti columna escrita por Álvaro Cueva para Milenio. Ambas, siendo tan disímbolas, están llenas de razón porque son razones del corazón, súbditas del paroxismo.

El América es campeón por enésima vez. ¿Qué tiene de relevante? Todo. El futbol es la única religión que no tiene ateos y en ese politeísmo ha quedado clara la supremacía jerárquica. Dioses amados, dioses odiados y dioses tocados por la indiferencia; dioses globales y dioses locales.

El América es campeón y es además, a diferencia de otros ganadores de títulos, el mejor. Solo los mejores pueden alzarse con la victoria en esas circunstancias.

Todo parecía dispuesto para el triunfo del América hasta la expulsión. Nos habían robado el juego, no a los americanistas, a la afición. Se expulsa a un jugador al minuto 14 en cualquier partido y por cualquier causa, pero no en una final; mucho menos en una donde va de por medio el honor, el decoro, la dignidad de saberse ganador en igualdad de condiciones.

Desde aquel temprano momento perdió expectación y se antojaba ya predecible. El árbitro había decidido jugar. Muchos americanistas tuvieron incluso tiempo de la resignada aceptación. Pasaron de la incredulidad al espanto, al enojo y a la frustración. Se imagina uno un partido en inferioridad numérica los últimos 14 minutos, no los 14 primeros.

Noventa minutos fueron del verdugo, el que iba a nuestra casa a levantar un título históricamente negado, el que tenía ya listas las playeras de “campeón” y cuyos jugadores podíamos imaginar ya en los titulares de los diarios; el vengador de una numerosa legión de antiamericanistas listos para bailar sobre lo que quedara del América.

Tres minutos bastaron para dejarle al rival y a toda su afición una cicatriz de fuego; tres minutos reservó el tiempo, la vida, dios o el destino para entregar una suprema lección de humildad a los leñadores del árbol no caído.

“Perdedores”, decían unos; “¿Por qué tan callados?” preguntaban otros. Las crónica referían un estadio convertido en pandemónium con sobrecupo. Se percibía en el televisor aquello que hizo a Francoise Sagan escribir: “El fútbol me recuerda viejos e intensos amores, porque en ningún otro lugar como en el estadio se puede querer u odiar tanto a alguien”. El amor a los propios devenía en el odio a los ajenos. Álvaro Cueva reprueba argumentando que México no necesita más violencia, siendo el odio una manifestación de aquella. En la atmósfera de una final no hay lugar para las razones de la razón.

El odio es lícito, legítimo. Ese odio que circunscribe aquello que se atribuye a Arrigo Sacchi, lo mismo que a Juan Pablo II o a Jorge Valdano: “El futbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”; ese odio que al final del partido arroja saldo blanco.

Eso es el americanismo, la pasión militante de un orgullo transversal. Pasa por las clases sociales, por las profesiones, por las filiaciones políticas, por los sexos y hasta por las identidades culturales. La más grande profesión de fe en México de lo que Juan Villoro tomó por título para su libro: “Dios es redondo”

Tres minutos bastaron para entregar envueltos en frustración, motivos a millones; tres minutos en que cada grito, cada aplauso, cada suspiro, cada canto, cada chiflido, se traducía en un “ódiame más” que terminaba para comenzar de nuevo.

América no ganó el campeonato en penales, la ganó en esos tres minutos que no cambiaríamos por todas las horas del mejor futbol que pudiera ofrecernos a lo largo de su historia. Fueron 3 minutos de éxtasis, de frenesí, de paroxismo.

Tres minutos fuera del mundo, tres minutos que no debían terminar; tres minutos que nos hicieron conmovedoramente felices, tres minutos en que lo más importante de lo menos importante fue nuestro todo. Los tres minutos de Mosqueda y de mi tocayo Muñoz. ¿Quién dice que los milagros no existen? Existen y pueden durar tres minutos.

¿Qué busca un comprador de arte en una obra? Placer. Los americanistas, tuvimos frente a nuestros ojos, durante tres minutos, la intuición del más bello arte jamás contemplado.

Si no ¿Por qué las lágrimas? ¿Por qué los abrazos? ¿Por qué el estremecimiento y azoro? ¿Por qué el grito incontrolable? ¿Por qué la ida al “Ángel” o a “La fuente”?

Que Emilio Azcárraga se descamise ante millones de mexicanos. Es, probablemente, la única felicidad sincera que le permite todo su dinero y todo su poder. El futbol es de esas pocas pasiones legítimas.

Durante tres minutos no hubo nada más en nuestras vidas que no fuera americanismo, absolutamente nada…

El 29 de septiembre de 2008, Miguel Sabah, delantero del Cruz Azul, dijo en conferencia de prensa posterior a ese memorable encuentro contra el América: “Fuimos un desastre, no fuimos el equipo que veníamos siendo, nos asustamos y pasó lo que pasó”. Y abundó “”No agarramos el balón, no hicimos el futbol que teníamos que hacer, no marcamos, no atacamos, ¿qué más se puede decir?”

¿Quién iba a decir que casi cinco años después esos tres minutos abrirían de nuevo la puerta a la profecía?

Así es el futbol “el deporte más hermoso del mundo” que convierte en regla inflexible aquello que magistralmente Eduardo Galeano sentenció: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”.

AMÉRICA CAMPEÓN!!!