No tiene sentido escribir una oración fúnebre más en honor a la casi extinguida gestión del presidente Calderón. En vísperas del retorno del PRI al poder lo que importa es reflexionar sobre las expectativas y frustraciones que motivaron a los ciudadanos a estructurar el poder como lo han hecho en la aún viva transición democrática y las perspectivas tenemos por delante el país y los mexicanos.
En el último cuarto de siglo la izquierda ha tenido un protagonismo sin precedente. En 1988 Cuauhtémoc Cárdenas, que aún no era icono de la honorabilidad política sino un disidente del PRI que trató de suprimir la facultad presidencial de nombrar al sucesor, alcanzó la segunda fuerza política y durante unos días sumó fuerzas con Clouthier y doña Rosario Ibarra de Piedra en el intento de anular las elecciones que, según el bloque opositor, habían sido fraudulentas. Pronto tomó cada quien su propio camino, el PAN negoció con el gobierno y el FDN se convirtió en partido político, el PRD.
Un decenio después, aprovechando las coyunturas política y económica, izquierda y derecha coincidieron en el propósito de apartar al PRI del poder, primero en las negociaciones para las reformas políticas de 1994 y 1996 y luego en la Cámara de Diputados de 1997, donde Porfirio Muñoz Ledo, a la sazón perredista, se ostentó como par del presidente de la República y le espetó que “juntos somos más que vos”. Mientras él pronunciaba discursos y soñaba grandezas, Vicente Fox, heredero político de Clouthier, el empresario insignia que se apoderó del PAN después de la expropiación bancaria, se abría camino hacia la Presidencia de la República.
La noción de que el enemigo de la izquierda es el PRI y no la derecha, sigue tomando fuerza al extremo de que Fox gana con el apoyo de intachables figuras del viejo comunismo mexicano. Desde la jefatura de Gobierno del D. F., Andrés Manuel López Obrador comprueba la falacia de esta idea, pues cuando devino en aspirante viable a la Presidencia, fue furiosamente atacado por Fox y Diego Fernández de Cevallos, con lo que sólo lograron convertirlo en mártir.
López Obrador no ganó la elección presidencial de 2006 y Calderón no quiso tomar el riesgo del recuento de voto por voto y casilla por casilla porque no tenía la certeza de su apretado triunfo. Pero si hubiera aceptado y ganado, se habría legitimado con creces y no habría tenido que sacrificar a decenas de miles de mexicanos en su guerra insensata contra el narcotráfico; habría podido ocuparse de enfrentar los problemas acuciantes del país y avanzar en la transición democrática.
Su decisión marcó a su gobierno, hirió a la población y aseguró la derrota de Josefina Vázquez Mota o de cualquiera que hubiese contendido por el PAN. López Obrador perdió con un electorado de pobres y desempleados porque se disfrazó de conciliador y hasta “amoroso” y generó desconfianza entre los electores no comprometidos. Obtuvo no obstante una votación copiosa que ratificó su fuerte liderazgo de masas. El PRD y sus tribus lo asquearon y él también los asqueó; unos y otros quedaron en campos distintos. Los perredistas, en la izquierda maniobrera, corporativa y mafiosa, y los morenistas en la izquierda resentida e intolerante.
Nadie puede adivinar el futuro. Es tan posible que Morena minimice al PRD como que este partido se embarnezca una vez que se ha desembarazado de López Obrador. Lo que parece poco viable es que el PAN renazca de sus cenizas pues no le queda ideología –contaminada la suya con los intereses de los empresarios– ni cohesión ni líderes. Las grandes corporaciones y el clero sirven mejor a sus intereses directamente que a través del PAN.
Digan lo que digan López Obrador y sus partidarios –algunos tan viscosos como Monrealy Bartlett– Enrique Peña Nieto ganó la elección y será presidente de la República a partir del sábado. Creo que la ganó más él que el PRI porque las fuerzas de este partido son tan contrastantes como las del PAN y la izquierda (Manlio, Beatriz, Moreira, Naty G. Parás, Duarte y sígale contando). Peña logró unirlas con la expectativa del poder y tendrá que mantenerlas unidas en el ejercicio del gobierno, pero no es lo mismo Santiago Levy que Cuauhtémoc Gutiérrez; Fidel Herrera que Francis Suárez. La gente no votó por un mazacote de capacidades, ideologías e intereses; votó por un candidato.
¿Para qué quería ser presidente Enrique Peña Nieto? ¿A qué quiere destinar su vida?
Sólo él puede responder estas preguntas, pero lo que no creo que quiera es exacerbar la descomposición del país en medio de la violencia, la pobreza y la desesperanza. Sólo que para que esto no ocurra, Peña tendrá que tomarse en serio lo que él mismo ha prometido y dar preferencia al crecimiento, el empleo digno, la política social que prepare a la gente para trabajar y no para subsistir del subsidio, el desarrollo de la producción, la reconstrucción del tejido social como parte de la lucha contra la delincuencia. Veremos qué dice en su discurso del sábado, pero estos objetivos y otros que él mismo ha comprometido, requerirán un gran liderazgo. Si los logra, pasará a la historia como el gran presidente del México moderno, si no, es difícil imaginar lo que será del país en el futuro inmediato.