Para una parte considerable de la izquierda y la derecha mexicanas, el objetivo de la transición democrática era derrotar al PRI, y lo lograron: en 1997 le quitaron la mayoría en la Cámara de Diputados y en 2000 la Presidencia de la República. Porfirio Muñoz Ledo encarnó la noción más bien infantil y retórica de la autonomía del órgano legislativo y Vicente Fox encarnó el vacío conceptual, ideológico y político de la derecha y sus aliados de la izquierda.
No obstante la ceguera del antipriismo, en ambas fechas se demostró que la alternancia pacífica en el poder era posible en México pese al prolongado predominio de un partido hegemónico, o más precisamente, de una coalición que fue cambiando su composición, carácter y naturaleza durante siete decenios.
El hito de la historia política de México en la segunda mitad del siglo XX fue la reforma electoral que se inició bajo la conducción de don Jesús Reyes Heroles en el gobierno de José López Portillo y culminó en 1996 como una válvula de escape a las presiones acumuladas desde 1994: el levantamiento del EZLN en Chiapas, los homicidios de Colosio y Ruiz Massieu, la severa crisis financiera y la profunda recesión de 1995.
En el último jalón de la democratización desde arriba, se eliminó toda representación del Gobierno Federal en el IFE y se instaló un nuevo Consejo General –el máximo órgano de dirección– con un consejero presidente y ocho consejeros electorales nombrados por unanimidad de votos en la Cámara de Diputados. Este paso –y toda la transición– fue posible gracias a las famosas reuniones de Barcelona, en la que los políticos mexicanos de todos los partidos practicaron el diálogo y la negociación como vías para construir acuerdos fundamentales.
¿Por qué los políticos que le demostraron al país y a sí mismos su capacidad para debatir libremente y ponerse de acuerdo sobre los asuntos más controvertibles, como son las reglas para el cambio de poder, optaron por abandonar el diálogo y han llegado a confundir la política con la diatriba, la intolerancia, el engaño, la trampa? ¿Qué pasó entre 1996 y 2010 que enrareció y yo diría envileció la política y, por lo mismo la democracia?
Quizás la respuesta sea lo que no pasó en estos años. Una vez que el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y fue “sacado a patadas” de Los Pinos, los demócratas de nuevo cuño se quedaron sin enemigo común contra el cual unirse, o al menos eso creyeron. Se suponía que sin el poder presidencial, el PRI se fracturaría, y casi lo hizo con el conflicto Madrazo-Elba Esther, y que se reduciría a una decena de partidos estatales o regionales. Esto no ocurrió –o no como se esperaba–; el PRI no se desintegró como organización nacional y ahora funciona sin el árbitro o “líder nato” que fue, ex oficio, el presidente de la República.
Ya sin su pieza clave, el PRI se ha recompuesto y hasta ahora parece ser el partido con más posibilidades de ganar la Presidencia de la República en 2012. Mientras tanto, la derecha extrema y algunos trozos de la izquierda reeditaron la alianza anti-PRI en las elecciones estatales de 2010 y todo parece indicar que lo harán en las de 2011, bajo el supuesto de que si derrotan al candidato priista a gobernador del Estado de México, cerrarán el paso al candidato presidencial más viable de ese partido, Enrique Peña Nieto.
La parte de la izquierda que ha propiciado esa alianza parece movida únicamente por el interés de subsistir, sin programa ni propuestas, a través de los gobernadores que ha apoyado y apoyará, quizá con la esperanza de que algo suceda en el país de aquí a 2012 que le dé viabilidad política. La otra parte, encabezada por Andrés Manuel López Obrador, sí tiene programa, dispone del presupuesto del PT y Convergencia y ha creado una estructura autónoma a nivel municipal o local, que le será de gran utilidad en el probable caso de que el no disponga de la estructura del PRD.
La derecha sí tiene programa y lo tiene muy claro: asumir las banderas del conservadurismo del siglo XIX, adecuarlas a las circunstancias del siglo XXI y tomar revancha de los liberales que, con Juárez, derrotaron al ejército conservador y derrocaron al emperador austriaco gracias a que las tropas de Napoleón III lo abandonaron a su suerte porque eran necesarias para sostener la diplomacia europea del emperador menor.
El primer paso es evitar que los candidatos priistas ganen elecciones locales para gobernadores, alcaldes y diputados. El paso siguiente es conservar el poder presidencial que ganaron en el año 2000 y ratificaron en 2006 “haiga sido como haiga sido”. Si para eso hace falta someter a los propios consejeros para que elijan a un dirigente formal funcional al presidente Calderón, lo harán, pero nada tiene más importancia para ellos que conservar la Presidencia de la República.
El PRI, como los demás partidos formalmente constituidos, tiene una declaración de principios, un programa de acción y un reglamento interno. Sus fracciones parlamentarias han seguido sendos programas legislativos y sus gobiernos locales han respondido mejor o peor a las demandas de la gente en sus respectivos estados. Lo que aún falta por definirse, al menos en público, son las propuestas específicas que presentará ese partido para el gobierno federal en 2012-2018. Claro que ha habido pronunciamientos aislados de Beatriz Paredes y de otros priistas prominentes, pero aún falta por decirle al país qué haría en concreto un gobierno priista frente a temas fundamentales como la pobreza y la desigualdad, la política económica, el combate a la violencia criminal, las relaciones con Estados Unidos, América Latina y otras regiones del mundo, el complejo educación-investigación-cultura-empleo.
La transición democrática sigue paralizada por la obsesión del anti-priismo que se ha quedado vacío porque el PRI no está en el gobierno, no controla ni puede manipular las elecciones, no tiene ninguna de las características que convencieron a la izquierda y la derecha de aliarse en su contra a finales del siglo XX. Si algo debería producir la transición en nuestros días, son respuestas a los terribles problemas que afectan al país y que han debilitado al Estado.