Con su liderazgo, su historia personal y familiar y su posición ante la propuesta de reforma energética, Cuauhtémoc Cárdenas es el hombre que podría concitar la convivencia civilizada e incluso la unidad de los pedazos de PRD en temas específicos, como sería el petrolero. Aparentemente durante algún tiempo los jefes de la tribu predominante consideraron la posibilidad de abdicar en él una parte de su poder, pero evidentemente cambiaron de opinión, como lo acredita el discurso de Cuauhtémoc en la apertura del reciente congreso del partido.
Lo hizo quizá porque sabía que reformar los estatutos tendría que ser apenas el primer paso de un largo y abstruso camino. A eso se debe la condición aún más difícil que el escollo estatutario: ser candidato “de unidad”, y no porque buscara la comodidad de ser electo por aclamación, sino porque para unir los pedazos de partido, aun temporalmente, necesitaba ejercer un mando único y fuerte, pues todas las opciones de conciliación se habían estrellado ante la revoltura de odios e intereses en conflicto que es y ha sido el PRD.
Supongo que el ingeniero está por encima de las veleidades del poder absoluto, y más aún cuando se trata de una comunidad minoritaria como es el PRD. Pero también creo que está convencido de que el partido es ingobernable en medio de la rebatiña entre dos o tres grupos fuertes y numerosas formaciones menores, movidos todos por la ambición de los cargos en la estructura y los de elección popular, así como por el presupuesto que conllevan.
Esta es la misma razón por la que López Obrador construyó Morena a la medida para ser su líder único y absoluto de una organización sin corrientes ni voces discordantes. Por eso mismo abandonó el PRD, al que utilizó para registrar su candidatura y aprovechar los recursos y privilegios de ese y otros partidos menores para la campaña presidencial de 2012, como en esencia lo había hecho en la de seis años atrás.
Con excepción del PAN, que es un barco a la deriva donde viajan dos ejércitos enemigos entre sí, los demás partidos políticos tienen una estructura de mando piramidal con un liderazgo único e indiscutible. El PRI es el partido en el gobierno y, en cuanto tal, apoya sus grandes decisiones, tanto en las cámaras legislativas federales y estatales, cuanto en la interlocución con los más variados grupos de la sociedad.
Ese partido no es un todo monolítico y uniforme; en su interior se dan diversas expresiones políticas, ideológicas y hasta éticas, y los gobernadores, líderes sindicales y de grupo, sostienen un intenso debate interno sobre los temas sustantivos del país, y una lucha constante por el poder dentro y fuera del PRI.
Claro que César Camacho o Enrique Peña Nieto no pueden ignorar la diversidad política del priismo en el reparto del poder interno y externo, como lo demuestra la selección de Eruviel Ávila como candidato a gobernador. Pero ese mismo ejemplo acredita que una vez tomada una decisión ningún líder la cuestiona, como trataron de hacerlo en los años ochenta Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez.
Lo que más me asombra de la historia del PRI es que no implosionó con la pérdida de la Presidencia de la República, que era su eje aglutinador, y si bien la ruptura de Elba Esther con Madrazo causó estragos tan grandes, que amplió la derrota electoral del tabasqueño, el partido no se disolvió. Ni siquiera el nuevo poder de los gobernadores causó la ruptura, porque privilegiaron los acuerdos entre quienes habían sido iguales hasta el triunfo de Peña Nieto en julio del año pasado.
Los partidos menores constituyen uno de los fracasos de las reformas políticas, pues reciben toda clase de incentivos del erario para embarnecer, crecer y abonar a la pluralidad política, pero sólo generan pingües negocios para familias audaces, emprendedoras y sin escrúpulos, o son un cómodo refugio para formaciones políticas minúsculas pero con capacidad de organización.
El panismo se ha dividido y escindido varias veces en su historia; la singularidad de la pugna entre calderonistas y maderistas, por llamarles de algún modo, reside en que los líderes y cuadros medios del PAN han probado el poder y han hecho grandes fortunas a su amparo. Las posiciones ante el gobierno y el pacto son la vestimenta de la lucha por gubernaturas, senadurías, diputaciones federales y locales y ayuntamientos. El olor del poder mezclado con el del dinero les hizo perder la razón –y el contacto con la realidad– y pelearán con todo entre ellos por recuperar cargos y mantener los actuales.
Estoy terminando este texto y la democracia no aparece por ninguna parte. Y es que ni la izquierda, ni el centro ni la derecha son democráticos, como no lo es la parte de la sociedad que lee periódicos y revistas, escucha noticiarios y vota. Este vicio no es atribuible a los líderes, sino a las fuerzas de la historia nacional, que es la narración de la vida de un país autoritario con breves paréntesis democráticos.
El pasado colonial, los dos imperios teocráticos y militares que nos dieron origen, la desigualdad que ha sido destino para millones de mexicanos desde siempre, hacen que la lucha por la supervivencia de unos y los privilegios de otros haga de la democracia un lujo que este pueblo no ha podido darse.