Lo que no puede hacer ninguna economía, ni siquiera la más poderosa de la Tierra y de la Historia, es mantener indefinidamente los subsidios a los consorcios y la exención de impuestos a los ricos y al mismo tiempo financiar programas como los de salud, pensiones. Tampoco reducir el déficit de sus finanzas públicas y, al mismo tiempo, crear impulsar el crecimiento y el empleo. Tiene que optar por algunos de estos objetivos en perjuicio de otros o buscar una combinación intermedia.
Esto es lo que no pudo hacer el presidente Obama. Como candidato parecía creer que podía mejorar sustantivamente la política social, especialmente en el área de la salud e incluso iniciar cambios de largo alcance, como el desarrollo de nuevas y más limpias fuentes de energía primaria, lo que habría lesionado directamente los intereses de las compañías petroleras. Pronto se dio cuenta de que el poder del presidente de Estados Unidos no da para tanto, ni siquiera en los dos años iniciales en que su partido contaba con mayoría en el Congreso, pues aun para muchos demócratas las propuestas de Obama eran disparatadas.
En la crisis financiera iniciada en 2007 Obama rescató a los bancos y estimuló la producción a través del gasto público, aunque mantuvo cierto equilibrio en las finanzas públicas. Los bancos salieron a flote con el apoyo de los recursos públicos y en muy pocos meses el sector financiero volvió a los altísimos salarios, comisiones y prestaciones a sus ejecutivos, pero el sector real de la economía apenas si se reactivó y el desempleo superó el 9 por ciento de la población económicamente activa. Su afán de conciliación obligó a Obama a reducir sus expectativas desde muy temprano y a tomar contacto con la realidad.
Y la realidad es que los grandes capitales financieros y las industrias energética y armamentista de Estados Unidos venían de ocho años de prebendas otorgadas por un gobierno de ellos mismos, con George W. Bush a la cabeza y Dick Cheney como supervisor, y el triunfo de Obama fue para ellos un inesperado chapuzón de agua fría, no sólo por sus propuestas, sino por ser negro –o bueno, mulato. Por eso se dedicaron a horadar desde el principio a su gobierno y decidieron que eso no les volvería a pasar; supongo que las reuniones en las que se formó el Tea Party fueron versiones del siglo XXI de los aquelarres del Ku Klux Klan del siglo XIX.
El primer día de agosto pasado consumaron el golpe al negar condicionar la autorización para contratar deuda de emergencia a los recortes de gasto precisamente en los renglones de beneficio social. La otra condición fue que no se tocaran los subsidios a los consorcios –¡en una economía de libre mercado!– ni se gravara a los grupos de más altos ingresos. Como lo han subrayado casi todos los analistas, el talante conciliatorio de Obama resulto en una conmovedora debilidad frente a los tiburones de la ultraderecha y una decepción para quienes le dieron su apoyo.
La derrota fue total y el episodio del lunes 1, que desencadenó la caída de los mercados financieros del mundo entero, fue sólo el golpe más reciente –y decisivo– de cuantos ha infligido la derecha extrema al presidente de Estados Unidos. Es muy improbable que el presidente sea reelecto y tal vez ni siquiera presente su candidatura.
Lo más probable no es sólo que los republicanos vuelvan a la Casa Blanca y logren mayoría en el Congreso, sino que de regreso al poder político, se dispongan a recuperar, con réditos, el terreno perdido en los años de Obama y tomen providencias para que no les vuelva a ocurrir algo parecido.
¿Cómo hacerlo en la democracia más grande y poderosa de la Tierra, donde los ciudadanos votan libremente, como lo demostró por cierto el triunfo de Obama?
Un recurso es el uso de los medios que les pertenecen o comparten sus intereses y quizá sus obsesiones, y que han sido catapultas contra el frágil castillo de Obama en todo este tiempo. Otro instrumento es el dinero, capaz de comparar voluntades en Estados Unidos como en cualquier otra parte del mundo. Y si no queda otro remedio, está el recurso de la violencia. Pueden evitar que otro negro, demócrata y humanista llegue a la Casa Blanca en mucho tiempo.
Lo que no pueden hacer es multiplicar indefinidamente los peces y los panes, pues el PIB no es elástico: mientras más le toque a un grupo, menos le toca a otros. Para no cobrar impuestos a los ricos hay que suprimir gastos sociales, pues si ponen a funcionar la máquina de imprimir dólares más allá de cierto límite, provocarían una inflación que ni siquiera a ellos les conviene.
El problema es cómo van a lidiar con la pobreza expansiva. En Estados Unidos hay pobres, pero no son como los de Liberia o Burundi; ni siquiera como los de México o Nicaragua. Su pobreza es más tolerable por los programas sociales, pero si se reducen los gastos sociales en una economía que apenas crece, los estadunidenses pueden verse amenazados con el subdesarrollo interno, lo que ocasionaría problemas sociales sin precedente: y es que ninguna liga se puede estirar demasiado sin que se rompa.