Los padres Alejandro Solalinde y Pedro Pantoja no están solos. Su lucha por los inmigrantes tiene réplica en otras partes del mundo a través de sacerdotes que se enfrentan a sus mismos problemas. Incómodos para el poder, en ocasiones resultan un estorbo para la propia autoridad eclesiástica. Uno de estos tipos es el español Enrique Castro, el cura rojo.
Castro dirige desde hace más de 30 años San Carlos Borromeo, una parroquia del barrio madrileño de Entrevías. Su iglesia no tiene vidrieras ni altar, tampoco sagrario donde guardar las reliquias y mucho menos confesionario. En la fachada a menudo se dibujan graffitis. El último era el de un elefante rodeado de pájaros que parecían sacados de un cuadro de Dalí.
La labor de Castro se centra en ayudar a prostitutas, drogadictos o inmigrantes estancados en un purgatorio del que es difícil salir. Sus métodos son poco ortodoxos. Dejó un día el hábito agarrando polvo en el clóset y desde entonces oficia misa en camiseta y pantalones de mezclilla. En su eucaristía reparte rosquillas o bizcochos y admite en la liturgia a ateos y musulmanes. En ocasiones celebra el ramadán.
Basta acercarse un domingo por allí para descubrir que aquello funciona. En vez del aspecto desangelado de la mayoría de las parroquias de la ciudad, en esta cuesta encontrar asiento. Hay feligreses de todas las nacionalidades y no por casualidad. Castro y los otros dos sacerdotes que se encargan de la comunidad, Javier Baeza y Pepe Díaz, tratan habitualmente con las embajadas de Rumania o Bulgaria para arreglar los papeles de los inmigrantes. Acogen bajo su techo a los que no tienen dónde ir.
El arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio Rouco Varela, cura de cabecera de la Casa Real, cuyo último gran servicio a la corona fue casar en un día de lluvia al Príncipe Felipe y a Letizia Ortiz, se incomodaba por estas prácticas tan poco ortodoxas y mandó cerrar la parroquia en 2007. No lo consiguió. La comunidad se encerró en el templo durante nueve meses hasta que monseñor Rouco Varela cayó en la cuenta de que no tenía nada que ganar y dio por olvidado el asunto. Ahora, estos sacerdotes viven en los márgenes de la estructura de la Iglesia, lejos de cualquier poder de decisión y a menudo son vistos por otros colegas como unos idealistas que rozan el populismo.
Son los párrocos herederos del camino que emprendieron los curas obreros y sindicalistas que surgieron durante el franquismo. El régimen, en connivencia con la jerarquía de la Iglesia, abrió una cárcel para ellos al noroeste de España. Una de las grandes figuras de esa época es la de José María Llanos. Llanos había abandonado la comodidad con la que vivía un cura falangista, que implicaba admitir que el dictador Franco era caudillo de España por la gracia de Dios, para trasladarse a mediados de los cincuenta al extrarradio de Madrid. Concretamente a un núcleo de chabolas instaladas en un lodazal llamado El Pozo del Tío Raimundo. Él fue responsable de que la pobreza de la periferia se convirtiera en un símbolo, que la desaparición de una generación que se diezmó a manos de la heroína no se quedara en un cliché de atraco a farmacia.
Llanos fue enviado por sus superiores a este barrio marginal para combatir la posible influencia del entonces ilegalizado Partido Comunista, pero acabó convirtiéndose en una especie de alcalde del lugar y activista que denunció la pésimas condiciones de vida de la gente que vivía allí. Se dice que incluso se negó a recibir a Franco, de quien años atrás había sido confesor.
Años después, a 9 mil kilómetros de aquel lugar, una historia semejante azotó los cimientos de la Iglesia mexicana. El obispo Raúl Vera fue enviado en los noventas a San Cristóbal de las Casas (Chiapas) para controlar al padre Samuel Ruiz, que trabajaba a favor de los indígenas y estaba mal visto por las autoridades eclesiásticas. Su labor de espía pasó a un segundo plano cuando conoció de primera mano la situación, erigiéndose entonces en mano derecha de aquel al que había ido a neutralizar, para espanto de la Iglesia.
La historia se repite a lo largo de los años. La lucha marginal de los “curas rojos” españoles continúa en los lugares más deprimidos de Madrid. Uno de lo lugares más marginales de España se encuentra a sólo 11 kilómetros del centro de Madrid. Se llama La Cañada Real, por tratarse de un antiguo camino de animales. Allí, en una colina, está el vertedero de la ciudad, Valdemingómez. Hasta llegar a él hay dos carreteras cuyos márgenes se reparten los clanes de la droga. El más conocido es el de Los Gordos, una familia del sur que durante años acaparó la compra y venta. Su fama es legendaria. Se reparten en territorio con inmigrantes que viven en chabolas sin luz ni agua corriente y yonquis que despliegan sus tiendas de campaña cerca de donde abastecerse.
Los adictos que pasan varios días allí suelen ir con la cara tiznada y la ropa ennegrecida. Eso los dota de un aspecto fantasmagórico. Ocurre porque en la noche ladrones de cobre queman el plástico que lo envuelve para poder venderlo a mejor precio y eso genera una nube que reparte ceniza en varios kilómetros a la redonda. En medio de ese paisaje asoma una modesta parroquia, coronada por una cruz de madera.
Pero también en lo marginal hay clases, y dentro de este laberinto está El Gallinero, el poblado más inmundo que uno puede conocer. Hace unos años ardió buena parte de las chabolas y cientos de gitanos rumanos se quedaron sin techo. El cura Baeza (también andaba por ahí el párroco Agustín Rodríguez) estuvo allí desde primera hora para ayudar a que los afectados recogiesen lo poco que les quedaba. Después se los llevó a la parroquia. Los servicios sociales dejaron comida y mantas y Baeza sacó cuaderno y lápices para que los niños se entretuviesen dibujando. Después revisó la solicitud de minusvalía de un hombre búlgaro y medió en una pelea entre unos niños traviesos y un heroinómano al que movían la carpa en la que quería fumar tranquilo.
Cuando los dos curas volvieron al interior de la parroquia, se dieron cuenta de que allí no había almas que pescar, nadie a quién convencer. La única religión de aquellas personas era la del pan de mañana. Esa falta de proselitismo es la misma que envuelve a Solalinde y al padre Pedro y esa coincidencia fue lo que motivó hablar de la labor de unos y de otros.
Hay sacerdotes que toman al pie de la letra que su reino no es de este mundo y otros, como el sacerdote que administra el centro para inmigrantes de Oaxaca, el de Saltillo, el rojo Castro o el fallecido padre Llanos, que adoptaron una actitud más quijotesca: haz el bien aquí y ahora. Mañana, Dios dirá.
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