A diferencia de lo que ocurre en los Estados Unidos y otras democracias más o menos consolidadas, en México no gana quien cultiva a un sector de la población y explota una ideología o planteamientos políticos definidos. Aquí, más allá de los candidatos, gana la conveniencia y el pragmatismo, traducido en la decisión tomada por grandes masas de electores que, al final de la campaña, decantan su identidad política en el llamado voto útil, y por ende deciden votar por quien les resulta menos malo aunque eso no signifique que ese candidato fue el que los convenció por sus planteamientos, ideología o por su identidad política.
En efecto, en los Estados Unidos el candidato republicano Donald Trump ganó sorpresivamente, pero lo hizo gracias al apoyo y la captación de una mayoría perfectamente definida: la de los estadounidenses blancos que por años se han sentido desplazados y mermados, en el intento de varios presidentes por quedar bien con el mundo.
En la ideología de un importante sector de norteamericanos —el sector poblacional que hizo ganar a Trump— se encuentra la incomodidad por la pérdida del poderío económico estadounidense; por la merma de su industria nacional; por la pérdida de derechos en aras de la inclusión de mayorías; y, entre otras, por la idea de que Estados Unidos ha cedido su hegemonía mundial en aras de tratar de parecer cada vez menos el país menos poderoso e influyente del mundo.
Trump captó y cultivó a esa masa votante, que finalmente le respondió con votos independientemente de todo lo que se dijo de él —como persona y como candidato, como por ejemplo que es un hombre evidentemente misógino, o que carece de toda experiencia en el ejercicio del poder y la administración pública, al nivel del país más poderoso del mundo—, así como del marcado intento de sus adversarios políticos de desacreditarlo y presentarlo como un candidato caricaturesco, poco serio e incluso riesgoso para la democracia estadounidense.
En los Estados Unidos hubo polarización social por la elección y las preferencias ocultas por Trump pero, además, ha habido un convencimiento pleno de la masa votante que lo llevó a la Presidencia, de que sus propuestas y perspectiva política son lo que aquella nación necesita. Por eso las preferencias por Trump —muchas o pocas— prácticamente no han variado desde que inició su gestión hace más de un año, pero Trump tampoco los ha decepcionado a partir de que mantiene la perspectiva nacionalista, supremacista, conservadora y proteccionista con la que cautivó a los votantes que no eran considerados por el Partido Demócrata que impulsó a Hillary Clinton.
¿Qué ha hecho Donald Trump? Básicamente, ser un republicano a ultranza que no titubea en su perspectiva de llevar hasta las últimas consecuencias el plan de gobierno que planteó como candidato, y que en gran medida es parte de la perspectiva republicana. Ese convencimiento tiene que ver con un sentido de que —igualmente, buena o mala— la congruencia con los postulados es la más importante. Por eso, como todo un republicano ultraconservador, Trump está en contra de la migración, del libre comercio, de la apertura comercial y de la diversificación de las inversiones para abaratar costos.
Así, desde el inicio él se identificó con esas causas y por eso forzó la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte; por eso mismo dice que México se ha aprovechado de los Estados Unidos en su relación comercial, ya que la balanza comercial —es decir, lo que resulta entre lo que México compra a los Estados Unidos, con relación a lo que le vende— es enormemente superavitaria para nuestro país en detrimento de su economía.
En esa misma lógica defiende la construcción del muro en la frontera México-Estados Unidos, está a punto de ponerle fin al programa de regularización de hijos de migrantes que llegaron a Estados Unidos desde la niñez, o canceló el programa más grande beneficios de salud para la población marginal, porque todo eso coincide con el ideario conservador que él representa. Al final, queda claro, nos guste o no, Trump ha demostrado tener congruencia entre lo que dice y lo que hace; y eso mismo revela que no fue pragmatismo, sino identidad y convencimiento, lo que lo llevó a la Presidencia y lo que marca su rumbo ya en el ejercicio del poder.
PRAGMATISMO PURO
En México no podemos decir nada al menos equiparable. Reiteradamente hemos visto al PRI y sus gobernantes diciendo que se identifican con el centro izquierda, pero actuando con un sentido enormemente conservador de acuerdo a la circunstancia; también lo hemos visto aliarse con sus adversarios para hacer avanzar temas que sin dudarlo no pasarían por el tamiz de su ideario o su declaración de principios. Si ello da alguna pauta de la falta de congruencia ideológica y del enorme pragmatismo que impera en nuestra política, en realidad el voto útil es el mayor ejemplo de ello.
¿De qué hablamos? De que al menos en las tres últimas elecciones presidenciales —y así mismo será ahora— hemos visto cómo la definición del siguiente gobierno se ha establecido en función de la utilidad del voto en el último tramo de la contienda, sin considerar hacia dónde se mueve ese voto en el aspecto ideológico o político.
Por ejemplo, en el año 2000 el voto útil fue a favor de Vicente Fox, y ese voto venía del PRI cuando consideraron que de todos modos votando todos juntos a favor de su candidato (Francisco Labastida Ochoa) no ganarían. Juntos, dijeron que le habían cerrado el paso a la izquierda, aunque en realidad los seis años —doce, de hecho— el PRI y la izquierda fueron aliados, cerrándole el paso al panismo que intentó hacer todo tipo de reformas que en el Congreso fueron bloqueados por una sólida alianza del PRI con la izquierda para evitar las reformas estructurales.
Se pensaba que eso terminaría en el año 2012 cuando llegó Enrique Peña Nieto a la presidencia. El Pacto por México se pensó que había sido un acuerdo similar al Pacto de la Moncloa en España; aunque el pragmatismo reveló que, además del voto útil que favoreció fugazmente a Peña Nieto y que luego se manifestó en la conformación del Pacto, también podía dar fácilmente la espalda. Por eso, el Pacto por México se acabó cuando las conveniencias cambiaron para los partidos. Y entonces no hubo pacto, plan, programa de gobierno, ni nada, que lograra mantener una alianza que de fondo era incongruente.
DERECHA-IZQUIERDA
¿Cuánto tiempo duraría la alianza PAN-PRD en el supuesto hipotético de que Ricardo Anaya llegara a la Presidencia —obvia, aunque ilusamente, apoyado por el voto útil del PRI, sin el cual no podría ganarle a López Obrador—? Habría que voltear a los ejemplos locales: un partido se volvería rehén del otro y, en el corto plazo, terminaría aliándose a sus adversarios para ese efecto. Todo, resultado de este pragmatismo que nos tiene en condiciones impensables para un país que se dice en francas vías de desarrollo.
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