En la base de toda la discusión sobre seguridad pública está un axioma: la razón de ser del Estado es garantizar la vida, la integridad y el patrimonio de los habitantes del territorio nacional. Para hacerlo dispone de recursos fiscales –que le permiten comprar todo lo necesario y comprable–, así como de las atribuciones que otorgan la Constitución y las leyes a los responsables de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial en los gobiernos Federal, estatales y municipales.
Tiene razón el presidente Calderón al afirmar que “para el Estado no es opcional combatir o no al crimen”. Pero no la tiene cuando sugiere que el crimen es el único factor de incumbencia del Estado que en peligro la vida, la integridad y el patrimonio de las personas. Menciono otros: la corrupción y la impunidad, los excesos de la autoridad, las violaciones a los derechos humanos por servidores públicos, los actos anticonstitucionales o ilegales cometidos al amparo del fuero que otorga la propia Constitución a ciertos servidores públicos. El Estado debe combatir estos y otros muchos vicios que lesionan a los ciudadanos, con tanto esmero como combate al crimen y, sin duda, con más eficacia.
La lógica del presidente sufrió varios traspiés en la reunión con el rector y otros distinguidos universitarios.
El primero fue equiparar el combate al crimen con la seguridad de las personas: si el gobierno combate al crimen, el Estado cumple con su deber primario, de lo cual se siguen dos conclusiones falsas: 1) que basta combatir al crimen para garantizar la seguridad pública, y 2) que para combatir al crimen, el gobierno puede usar cualquier medio sin faltar a la legitimidad.
Es cierto que “para el Estado no es opcional combatir o no al crimen”, pero tampoco es opcional combatir o no la impunidad, y los abusos del propio Estado; tampoco es opcional, en el marco constitucional mexicano, crear o no condiciones que garanticen derechos sociales básicos cuya inexistencia real crea el clima social propicio para el desarrollo del crimen: los derechos a la alimentación, a la educación, al empleo, a la salud.
Desde su perspectiva, sólo hay un camino para combatir al crimen –que, no se olvide, equivale según el presidente a cumplir la función básica del Estado. Y ese camino es su propia estrategia, que se reduce e convertir a las fuerzas armadas en policías y distribuir culpas –por ejemplo a los municipios que apenas tienen para pagar a sus empleados– porque no combaten a las organizaciones delictivas, cuando esa es función de la Federación.
En esta misma lógica, todo lo que se oponga o no contribuya a su estrategia, contraría la seguridad de las personas y es punible o al menos reprobable.
En la reunión con los universitarios, como en todas las anteriores, el presidente escuchó y se congratuló de escuchar; refutó las ideas opuestas a las suyas, fijó tareas a la UNAM –“respetuosamente”– y ratificó el acierto de su estrategia.
Dijo: “Para el Gobierno Federal el diálogo y el debate constructivo sobre las políticas públicas y, en particular, sobre una problemática tan compleja como lo es el reto de la seguridad y la justicia del Estado mexicano, son fundamentales en el objetivo de enriquecer las estrategias integrales del Gobierno en esta y en otras materias.
¿Enriquecer?
¿Si la estrategia evidentemente no ha funcionado y ha tenido costos tan altos en vidas humanas, desgaste institucional y recursos financieros, debe ser sólo enriquecida?
No. Debe ser cambiada por otra que incluya el uso de la fuerza del Estado contra las organizaciones delictivas, pero que no se reduzca a esto. Para ello trabajaron durante los especialistas convocados por la UNAM, no para matizar lo que está mal en el fondo.
El presidente se dijo “convencido de que debemos consolidar una verdadera política de Estado en materia de seguridad, como tal, una política que trascienda a gobiernos y que trascienda, también, las fronteras de los partidos políticos o de las ideologías”.
¿Qué es una política de Estado?
Hasta donde sé, no existe una categoría política que tenga ese nombre ni hay una definición que la distinga de otras categorías. Pero el término se usa en México desde hace unos veinte o treinta años para aludir a tres condiciones de una política pública: 1) que sea de largo plazo; 2) que concurran en su ejecución los tres órdenes de gobierno y los tres poderes federales y estatales, y 3) que cuente con el consenso de las fuerzas políticas: partidos, organizaciones sociales, y la sociedad misma.
En México hubo políticas de Estado que no fueron calificadas como tales pero satisficieron esos requisitos: la política educativa, la social, la industrial, la energética. Las hubo, ya no las hay porque desde el poder económico y político se les desarticuló y se horadó a las instituciones que las ejecutaban.
¿Por qué fueron posibles esas y otras políticas de Estado?
Porque su origen fue un gran pacto nacional, la Constitución de 1917, que fue respetado en lo esencial por los gobiernos, con diferencias y altibajos. Y porque ese pacto fue compartido por el ancho abanico político y de intereses surgido de la revolución, ya que las fuerzas opuestas a la revolución fueron derrotadas: el Ejército de Díaz fue disuelto, el clero fue confinado a los templos y sacristías y el PAN era un partido casi testimonial.
¿Es posible acordar una política de Estado por la seguridad pública?
Sí, pero con muchas condiciones:
1. Que sea una de varias políticas de Estado; las otras: contra la desigualdad y la pobreza; por el crecimiento económico y el empleo digno; por la calidad de la educación y la salud; por el rescate de la energía; por la investigación científica y tecnológica.
2. Que se entiendan y practiquen como políticas de Estado, no de empresa, y por lo mismo, que entrañen la reasunción de la rectoría económica y el manejo directo de los sectores estratégicos: energía, telecomunicaciones y siderurgia, por lo menos.
3. Que tengan un fuerte contenido democrático, vale decir, que surjan del consenso de una sociedad que evidente, desesperadamente, clama por la paz, el empleo, la educación y salud de calidad.
4. Que sean impulsadas por un fuerte liderazgo surgido de un pacto político postelectoral tan explícito como sea posible, precedido por campañas electorales civilizadas, propositivas, que propongan proyectos diferentes u opuestos, pero que no fracturen a la sociedad.
Esto está fuera del alcance del presidente Felipe Calderón. Primero, porque una política de Estado tiene dos ingredientes: la política misma y el Estado, y él es repelente cuando menos al Estado. Segundo, porque en medio de los mensajes televisados y las tormentas publicitarias, ha perdido credibilidad y liderazgo. Y tercero, porque ya no tiene tiempo.
Eso debió hacer hace cinco años: legitimarse convocando al país a construir con sentido democrático y de Estado, en vez de buscar la legitimidad a través del manido recurso del enemigo común.
Espero que el país sí tenga tiempo. Que las campañas sean civilizadas. Que el futuro presidente convoque a toda la Nación y sus entes representativos y proponga lo que todos queremos: paz, equidad, educación, salud, empleo, imperio de la Ley, restauración del tejido social y del sentimiento de unidad de una Nación heterogénea capaz de alentar sinergias en el respeto de todos a los demás que, por definición, son diferentes.