No caeré en la soberbia intelectual de lanzar una admonición a los políticos profesionales que tomaron a chunga la advertencia del gobernador de California sobre la conducta de las grandes petroleras de su país, pero debo decir que la Shell, la Exxon, la Haliburton, la Chevron, la Amoco, y en particular la Standard, sí pueden comernos vivos.
¿Qué me lleva a tan antipatriótica y pesimista conclusión? Varias consideraciones. Los consorcios petroleros internacionales no conocen el sentido del “fair play”. Si nuestros legisladores estuvieran familiarizados con episodios como el del “Teapot Dome”, o las políticas de venta de combustible a las potencias del Eje en los prolegómenos de la segunda guerra, o cómo se apropiaron de los yacimientos del Medio Oriente, o cómo se comportan en Nigeria, quizá fueran más precavidos. Tampoco parecen tener en cuenta que a los consorcios gringos e ingleses se les queman las habas por desquitarse de la humillación del 18 de marzo de 1938. Sepan nuestros estimados representantes populares que el día 28de aquel mes un ejecutivo de la Huasteca Petroleum Company informó al Embajador de EUA sobre el inminente derrocamiento de Cárdenas, que a principios de abril el vicepresidente de la Standard Oil dijo al diplomático que “en treinta días estallaría un levantamiento armado”, que un representante de los petroleros pidió al Departamento de Estado presionar “para propiciar un levantamiento” y que un alto empleado de las compañías “corroboró que su empresa estaba comprometida a pagar un millón de dólares en efectivo para lograr la caída del presidente Cárdenas”. Como dijo un magistrado de la Suprema Corte por aquellas fechas (El Universal, 2 de marzo de 1938),“Con gusto pagarían cincuenta millones de pesos si con ello pudieran demostrar a toda Latinoamérica que México no puede darles órdenes”. Y si bien ya aquellos individuos ya pasaron a mejor (o peor) vida, el ADN de las petroleras no sólo no ha perdido vigor, sino que se muestra revitalizado, como se puede comprobar en los campos del Medio Oriente y de Nigeria.
Jerry Brown, un político de colmillo más largo que la Cuaresma, dijo a legisladores de la talla y prestigio de Raúl Cervantes, Gabriela Cuevas y Javier Lozano (Milenio, 30 de julio): “Al cambiar el mercado de energía y tener a esas compañías privadas en el país, hay que tener mano dura en la regulación o se los van a comer vivos”. Créanme mis lectores, él sabe de qué esta hablando: las conoce, son sus paisanas.
Así que por más buena voluntad con que uno escuche a los promotores de la reforma en sus promesas de que habrá mecanismos a prueba de balas para salvaguardar el interés superior de la Patria, es inevitable una incómoda sensación de déjà vu con aquel episodio del presidente que prometió defender el peso con perruna energía.
El priista Penchyna en el Senado dijo que la advertencia de Jerry Brown no pasa de ser “una frase oportuna” y a continuación asentó (La Jornada, 31 de julio): “Hay que leer el modelo regulatorio mexicano, que es uno de los mejores probados a escala mundial (sic) de pesos y contrapesos […]. Habrá una rectoría fuerte del Estado frente a esos grandes intereses”. Caray, ¿en dónde se habrá probado a escala mundial tal modelo? Hace algunos años el atún mexicano fue proscrito del mercado estadounidense, lo mismo que el aguacate y otros productos agrícolas y ni las manos pudimos meter (corrijo: el gobierno mexicano pagó unos desplegados en el New York Times; una gran estrategia de defensa); y pese a que firmamos “entre iguales” un tratado de libre comercio, no hemos logrado reciprocidad para los transportistas mexicanos allá. Si eso pasa con filetes de pez, verduras y camiones… ¿en verdad vamos a tener a raya a las transnacionales petroleras? Es pregunta.
Juan Bueno Torio, ex director de Pemex Refinación, es uno de los diputados promotores de la reforma energética. El panista cordobés dice en su currículum oficial que fue un gran director de la empresa, pero reportes periodísticos aseguran que en su gestión (Contralínea, febrero de 2006) ésta se mantuvo “en condiciones deplorables con refinerías clasificadas incluso en los límites máximos del desastre”. Y a menos que se trate de un increíble caso de homonimia, debe ser el mismo Juan Bueno que ante un terrible accidente en un ducto veracruzano, declaró que se trataba de “un acto de Dios”. Si así nos vamos a defender estamos perdidos.
Concedido que la reforma energética no es un tema que se pueda ver desde la frivolidad del “síndrome del Jamaicón Villegas” y concedido también que urge a México tomar el lugar que le corresponde en el concierto mundial como décimo tercera potencia industrial del planeta que somos, no debemos dejar de lado que hablamos de nuestra seguridad nacional. Hace 70 años el general Cárdenas -de memoria hoy trivializada entre izquierdas y derechas- sabía que arriesgaba una guerra al enfrentarse por primera vez al verdadero poder fáctico, el del dinero y el interés comercial. Hoy podemos descontar balas, bayonetas y tanques, pero no evasiones fiscales, regalías disminuidas y escamoteos tecnológicos. Nadie puede estar en contra de que las empresas hagan negocios legítimos; la pregunta es si llegarán a someterse a nuestras leyes, a nuestras instituciones y a nuestros tribunales, o si nuestra aún viva mentalidad colonizada nos hará jugar de nuevo el papel de nativos amistosos.
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