“Libre, y para mí sagrado, es el derecho de pensar… La educación es fundamental para la felicidad social; es el principio en el que descansan la libertad y el engrandecimiento de los pueblos”.
Fue la filosofía de vida del Benemérito de las Américas. En ella resume la importancia que para él y su gobierno tenía la educación, como base para la creación de un país engrandecido por el conocimiento y fuerte por la razón.
… Fue el país que soñó Benito Juárez, en el que todos los habitantes de nuestra República, hasta en sus más recónditos lugares, tuviéramos derecho a la educación gratuita y laica; educación con la que se habrían de forjar hombres y mujeres libres de pensamiento, libres de acción y libres de expresión en un país civilizado y único: México.
Y sabía lo que decía porque su propia instrucción educativa fue fundamental para la formación de su espíritu liberal, y para la creación y fortalecimiento de una República y un Estado de Derecho en el que todos fuéramos sujetos de derechos y obligaciones; de leyes, trabajo y, sobre todo, justicia.
Ya desde su gobierno interino en Oaxaca en 1847 se preocupó por fortalecer la educación en Oaxaca. Estableció reglas para que niñas, niños y adolescentes tuvieran acceso a la educación.
Se esmeró en la fundación de escuelas normales y en la construcción de un gran número de escuelas primarias, que por entonces pasaron de las 50 que había a poco más de cien.
Tiempo después ya como presidente de la República, habría de ser el forjador de la Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal, promulgada el 2 de diciembre de 1867 en la que se establecía:
“La instrucción primaria como obligatoria y gratuita. La creación de la instrucción secundaria para el sexo femenino. El establecimiento de diversas instituciones de educación superior.” La fundación de la Escuela Nacional Preparatoria, cuyo lema fue: “Amor, Orden y Progreso” y su primer director fue el médico Gabino Barreda.
El hombre que fue un indígena zapoteca de Oaxaca y que nació en 1806 en las montañas, en el pueblo de Guelatao, perteneciente a la villa de Ixtlán.
Y fue precisamente este origen el que le daría el carácter recio, fuerte, inamovible y justo:
El carácter de la montaña en la que nació. El temperamento que le fue propio surgió de esa reciedumbre serrana que nos deslumbra por su magnificencia, por su fortaleza, por su grandeza y su exuberancia boscosa y floresta, y cuyo clima húmedo es al mismo tiempo sobrio como apropiado para la reflexión, y motivo de exigente trabajo y, sobre todo, pertinente para la lucha y la firmeza.
Y, por supuesto, también, su origen indígena zapoteca del cual siempre se sintió orgulloso y vinculado a su estado de origen durante sus 66 años de vida. Un cimiento indígena que venía de sus padres Marcelino Juárez y Brígida García, quienes a su vez eran descendientes de indígenas por siglos.
Un indigenismo que entonces y ahora, en Oaxaca, nos llena de orgullo y honor porque es en ahí en el que están las raíces más profundas, más hondas y más recias del mexicano.
Durante sus primeros años de vida Benito Juárez sólo habló zapoteco, y años después, por su padrino Bernardino Juárez, aprendió a hablar el castellano.
A los doce años llegó a la ciudad de Oaxaca para instalarse en la casa de los Maza, aunque apenas a 21 días de su llegada, el 7 de enero de 1819, fue recibido por el franciscano terciario Antonio Salanueva, como aprendiz de encuadernador y con quien vivió durante años.
Fue él quien lo envió a la escuela para que aprendiera a leer y escribir. A pesar de las dificultades, su aprendizaje fue sobresaliente.
Pasó luego al Seminario de la ciudad y más tarde haría la carrera de Jurisprudencia en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, en donde obtuvo en 1834 el primer título de abogado expedido por la Corte de Justicia del estado. Sus primeras defensas fueron en favor de los grupos indígenas de Oaxaca.
Fue presidente de México en distintas ocasiones. Esto porque las circunstancias del país lo exigían y porque las luchas internas entre conservadores y liberales hacían que para Juárez fuera indispensable el fortalecimiento del estado constitucional de leyes, de libertades y de igualdad.
Luego de la Constitución de 1857, y ya como presidente de México, en 1859 promulgó las Leyes de Reforma que serían la base firme para nuestro Estado de derecho mexicano y la forja de las leyes y la justicia por encima de todo.
Enfrentó con rigor y fortaleza distintos avatares, desde la prisión política, el exilio en Cuba y Estados Unidos, el regreso a un país devastado en su orden social, político y económico y, lo peor, una intervención francesa que quería imponer en México un imperio, impulsado por los conservadores y por las ambiciones expansionistas de Napoleón III.
Con rigor absoluto, frenó aquel intento de vasallaje y no obstante los ruegos de países europeos y sus amenazas en contra de la soberanía mexicana, Juárez ordenó el fusilamiento de Maximiliano el 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas de Querétaro.
Todavía habría de gobernar Benito Juárez a México, y todavía habría de dar paso a uno de los episodios más relevantes en la historia de nuestra República:
“La República Restaurada” de 1967 a 1876, cuando el país habría de reconstruirse y dar forma a sus instituciones nacionales. Las libertades estaban en su apogeo y la recuperación económica habría de ser la ruta. La libertad de expresión, como pocas veces, habría de ser un síntoma y no una excepción…
Benito Juárez, nombrado Benemérito de las Américas el 11 de mayo de 1867 por el congreso Dominicano y aceptado así por el resto de los países latinoamericanos, habría de morir el 18 de julio de 1872: “Si Juárez no hubiera muerto…”