De la revolución nos queda la constitución, cuyos artículos sociales –3, 27 y 123– dieron base jurídica a las políticas de Estado que, a su vez, lograron constituir una extensa y heterogénea clase media. También quedan residuos de la industrialización, pero poco o nada sobrevive de la reforma agraria, que fue la demanda central de Zapata. Y nos queda el recuerdo del México del siglo XX en el que todo era expectativas de cambio social a través de la escuela y el empleo, aunque con una democracia más aparente que real.
Pero el “milagro mexicano” llegó a su fin por muchos motivos, entre los que sobresalen el agotamiento del modelo político, el final de la ola expansiva mundial de posguerra y del modelo de sustitución de importaciones que predominó en América Latina, y el viejo lastre que ha socavado nuestras mejores oportunidades a lo largo de la historia: la corrupción.
Es mentira que la corrupción se haya circunscrito y se circunscriba a las instituciones públicas y a la política. La corrupción se debe, también y principalmente, a la voracidad de los particulares que, con el apoyo del Estado, crearon industrias y obtuvieron cuantiosas utilidades porque tenían para ellos solos el mercado interno que, con la expansión de las clases medias debida a las políticas sociales y económicas del Estado, demandaba cada vez más de todo lo que se producía en México, pues no había artículos de consumo del extranjero que ingresaran legalmente a territorio nacional.
Los gobiernos protegieron integralmente a la inversión privada con el afán de que, a largo plazo, México tuviera una industria autónoma, eficiente y dinámica, porque se esperaba que los nuevos industriales reinvirtieran sus utilidades y no las sacaran del país, como lo hicieron, para hacer inversiones financieras en la banca extranjera. Con la intención de protegerlos para que crecieran y desarrollaran su tecnología, los gobiernos cerraron las fronteras a las importaciones, trasladaron el excedente económico rural a las ciudades vía precios diferenciados y, a través del sindicalismo oficial, mantuvieron bajo control a los obreros y burócratas para que no disturbaran el desarrollo de la industria. En esto consistió el proteccionismo, y los particulares adinerados o nuevos ricos fueron sus beneficiarios.
Los generales revolucionarios, y luego los abogados, creyeron que la industria protegida desarrollaría la tecnología para competir con el exterior. Durante decenios les dieron fuertes estímulos fiscales –pese a lo cual evadían y evaden el pago de impuestos–; créditos subsidiados de la banca de desarrollo y recursos de la banca privada regulada, que estaba obligada a destinar proporciones definidas del crédito a las actividades productivas. También subsidiaron la energía, el acero y otros insumos básicos; construyeron una extensa infraestructura carretera, ferrocarrilera, aérea y de irrigación para estimular la inversión de los particulares.
Pero los gobiernos no supieron –o los funcionarios no quisieron– condicionar los apoyos al logro de metas de inversión e innovación tecnológica, ni disminuir la protección. Por eso en México hubo miles de “empresas pobres de empresarios ricos”.
Los hijos y nietos de esos industriales de cartón, hoy amenazan con sacar sus capitales del país como presión para mantener indefinidamente los privilegios de pagar 2 o 3 por ciento de impuestos, cuando el resto de los causantes pagan más de 30 por ciento. La industria mexicana nunca estuvo lista para prescindir de la protección oficial, pero sí para dejar de ser “soldados del PRI”, convertirse en belicosos grupos de presión y formar ejércitos de académicos y reporteros improvisados de comentaristas políticos, que denigran a diario a los diputados y senadores, a los gobernantes y partidos y a la política, a la que califican como una actividad casi delincuencial.
Eso se llama corrupción y, al menos por su cuantía, es mucho peor que la de los líderes sindicales y no pocos políticos. Los propagandistas mal encubiertos se regodean en las presuntos latrocinios de Elba Esther Gordillo y el lujo de nuevos ricos que exhibe la hija de Carlos Romero Deschamps, pero Diego Fernández de Cevallos, que fue diputado, senador y dirigente panista, al tiempo que amasaba una inmensa fortuna, es tratado como un ideólogo respetable, casi como una versión moderna de Manuel Gómez Morín.
En este mismo país sobreviven sesenta millones de familias pobres y de las clases medias en riesgo de perder su precario nivel social. Los desheredados y empobrecidos son la cantera inagotable de pistoleros, y operadores de cuello blanco al servicio de la delincuencia. De allí proceden también casi todos los policías, encargados del orden público y, muchos de ellos, mal habilitados para enfrentarse a los ejércitos de sicarios. ¿Es de extrañarnos que los cuerpos de seguridad, procuración e impartición de justicia estén penetrados por el crimen?
¿Qué salidas le quedan al país? El Pacto por México sigue siendo una opción posible a menos que lo demuelan el panismo o perredismo en busca del poder. Pero lo que avancemos se nos escapará de las manos como el agua, si no ponemos en marcha una gran cruzada nacional por el Estado de Derecho, en la que la escuela y las instituciones de cultura, incluyendo a los medios públicos, serían los actores.