México vive un momento delicado, y hay serias y interrogantes sobre el futuro inmediato, y más allá. ¿Qué va a pasar de ahora al 1 de diciembre? ¿En qué circunstancias tomará posesión Enrique Peña Nieto? ¿Qué podrá hacer de ese día a la primera decena de marzo cuando se cumplen los mágicos cien primeros días? ¿Y qué será del país en los siguientes seis años?
Los hechos son claros y más nos vale no perderlos de vista: hay un presidente electo, Enrique Peña Nieto, y un candidato que logró 15 millones de votos, Andrés Manuel López Obrador, y asegura que se violó la Constitución en la elección presidencial y censura al IFE y al Tribunal Electoral.
Si el país no se sume en una crisis mayor, con o contra la voluntad de sus protagonistas, el futuro gobierno tendrá que construir y aplicar políticas públicas que atiendan las urgencias y cambien prácticamente todo a mediano plazo, porque casi todo está mal.
El Congreso deberá hacer una reforma electoral -otra más- que ponga nuevos candados al flujo de recursos privados en los procesos electorales y al acceso anticipado de los posibles candidatos a los medios de comunicación masiva.
Gobernadores, secretarios de Estado y políticos tendrían muy restringido ese acceso para que no construyan candidaturas tempranas. Pero lo mismo vale para todos los demás: empresarios, intelectuales y hasta periodistas, pues ¿quién nos asegura que Carlos Slim, Jorge Castañeda o Carmen Aristegui no aspiran a ser candidatos a un cargo de elección popular, incluida la Presidencia de la República? ¿Por qué ellos no tendrían iguales restricciones de acceso a los medios que, por ejemplo, Marcelo Ebrard, Margarita Zavala o Juan Ramón de la Fuente?
Desde la sospecha, nadie está a salvo de los candados porque la creatividad para violar los candados -y para denunciar en falso su violación-es infinita. Metidos a descalificar, ni siquiera funcionaría un sistema político calcado de países que para algunos tienen democracias ejemplares -Reino Unido, Suecia o Costa Rica- u otros como Venezuela y su democracia popular o Cuba y su democracia socialista.
Un pueblo de tramposos (se acusa a cinco millones de ciudadanos de haber vendido su voto) ni siquiera podría ponerse de acuerdo en a quién imitar, si esto tuviera algún sentido.
Pero dejemos esa línea que conduce al absurdo. México, decía, tiene problemas de extrema urgencia y debe reconstruir muchas áreas de la vida pública. La inflación alimentaria es un ejemplo de los primeros y el riesgo de que Estados Unidos caiga en recesión y paralice a nuestra economía, fundada en el sector externo, es ejemplo de las segundas: cuando el 80% de nuestras exportaciones, más del 90 por ciento de nuestra migración laboral y más del 50% de los servicios turísticos se destinan al mercado estadunidense, nuestra vulnerabilidad a una recesión en ese país es enorme.
A menos que el próximo gobierno actúe para reconstruir el mercado interno, el entorno global augura una drástica caída del flujo de divisas que arrasaría con el mítico blindaje hecho de capitales especulativos. En ese contexto, se frenaría la inversión, se cerrarían empresas, se perderían empleos incluso informales, y todo ello exacerbaría el descontento social, con el trasfondo de una guerra insensata y perdida contra el crimen organizado.
Aunque el priismo fuera dictatorial, no podría reprimir a los inconformes porque las consecuencias serían mucho peores que las de 1968, cuando la economía crecía y había expectativas de futuro para grandes grupos de población.
Pero si no nos arrasa una crisis, el gobierno podrá cumplir sus compromisos de política social y empleo, pero eso cuesta, y hay que aumentar los recursos públicos, mediante una reforma hacendaría integral.
La reforma fiscal, que es parte de la hacendaria, significa que alguien pague más impuestos que ahora: ¿Quién o quiénes?
Los pobres no, porque no tienen ni para comer; las clases medias, las únicas que pagan, están exhaustas por el desempleo o los salarios miserables; claro que se les pueden confiscar sus ahorros para el retiro o lo que sea, pero eso sería socialmente explosivo.
Quedan los ricos. Casi ninguno paga impuestos porque crean fundaciones y museos para deducir impuestos, gozan de privilegios fiscales, tienen ejércitos de contadores y abogados especializados en burlar la legislación fiscal y, lo más importante: son muy, pero muy poderosos.
El único camino es negociar con ellos y con otros poderes fácticos: los medios de comunicación, el clero o los maestros sindicalizados; con las fuerzas políticas y las organizaciones sociales.
¿Cómo convencer a unos de que paguen, a otros de que se capaciten y trabajen, a unos más de que no conspiren, etc.?
Caso por caso, reforma por reforma, buscando el equilibrio ecológico entre las distintas especies de esa fauna feroz. Pero con razones, no con sobornos.
¿Y cuál es la razón del cambio? Una muy simple y terrible: o nos sumamos todos al rescate del país o no quedará país para nadie: los campos se convertirán en páramos y las multitudes famélicas saltarán las murallas que resguardan a las élites.