Revolución y constitución: Moisés Molina*

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Fue Juárez quien nos dejó dicho que los hombres no son nada y los principios lo son todo.

Pero la nuestra es y ha sido siempre una “historia del bronce”.

Siguiendo la línea de Carlyle, nuestra historia ha sido la suma de las biografías de nuestros grandes personajes, héroes, heroínas y antihéroes.

Así, la Revolución Mexicana pareciera ser la historia de Madero, Flores Magón, Orozco, Villa, Zapata, Obregón, Carranza, Calles y algunos otros.

Ha sido un relato personal cuando, a mi juicio, debía ser uno institucional.

En estos párrafos quiero dejar mi opinión de que lo más valioso que la Revolución Mexicana dejó no son las hazañas heroicas de sus protagonistas, sino una nueva realidad ordenada desde lo jurídico.

Seguimos estando a tiempo de que la forma de enseñar historia en nuestras escuelas cambie y de que cuando se estudie la Revolución Mexicana se privilegie su producto y su síntesis que fue la Constitución de 1917.

Es cierto que la de 1917 fue la primera Constitución social del mundo. La de Weimar vio la luz hasta 1919. Pero también es cierto que fuera de los derechos sociales a la educación, la tierra y de los trabajadores, nuestra Carta Magna de 1917 era la que Juárez y Díaz nos legaron.

Para noviembre de 1916 la Constitución de 1857 había pasado por más de treinta decretos de adiciones y reformas a lo largo de sus 60 años de vigencia.

Entre 1896 y 1908 se fortaleció a la Federación en menoscabo de los Estados y se dio más poder al Presidente de la República, mismo que le fue restituido luego del desastre en que resultó el fugaz gobierno de Francisco I. Madero.

En ese período se prohibieron las alcabalas, se prohibió a los estados acuñar moneda y contratar deuda; y se reestructuró la integración de la Suprema Corte y la creación de la institución del Ministerio Público.

Y ya con Carranza como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista e investido con facultades legislativas extraordinarias entre 1913 y 1917, se creó el municipio libre y se suprimieron las jefaturas políticas, se regularon las elecciones locales y federales, y los tribunales constitucionalistas.

Sin contar la vocación antireeleccionista y los nuevos procedimientos para la procuración y administración de justicia penal que ya eran garantistas ante los constantes abusos de la autoridad, los constituyentes del 16-17, en estricto sentido, reformaron la Constitución de 1857.

Cómo bien lo apunta Ignacio Marván Lavorde:

“En conjunto los constitucionalistas eran revolucionarios que tenían su propia utopía. La cual podría considerarse como “liberal-progresista”, consistente en: respeto a la esfera del individuo con intervención del gobierno para el mejoramiento de la colectividad; propiedad privada con modalidades sociales; derechos de los trabajadores con equilibrio entre los factores de la producción y; división de poderes con Ejecutivo fuerte e independencia del Poder Judicial”.

Nuestro material genético como país siempre ha sido el pragmatismo y lo que Carranza quería en el proyecto de Constitución era “resolver el dilema entre dictadura y anarquía”.

Ahora que celebramos un aniversario más del inicio del movimiento armado resulta saludable abrir todos los frentes posibles para su estudio.

Así como la Revolución Mexicana no nace con el Plan de San Luis, tampoco acaba con la Constitución de 1917.

La Revolución Mexicana late en cada acto público y privado sancionado por nuestra norma suprema y las leyes que de ella emanan.

*Magistrado del Honorable Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca