Bien dice la conseja popular que la mayoría de los caudillos deben morir jóvenes para evitar convertirse en tiranos. Ahí está la experiencia cubana, con sus múltiples crisoles y particularidades, pero que innegablemente transformó a los hermanos Castro en un referente de perpetuación en el ejercicio del poder. En los casos en que la muerte llega a tiempo para preservar una memoria benévola ante la historia, la debilidad institucional que la concentración del poder en una sola persona deja en los países, abre la puerta a etapas autoritarias. Tenemos como experiencia reciente y trágicamente vigente el caso venezolano, donde tras la muerte de Hugo Chávez, una camarilla rapaz, cuyo único argumento es el monopolio de las armas, ha llevado al colapso a una nación hermana. Y qué mejor ejemplo que el del oaxaqueño más universal, tras cuya muerte, conjugada con una torpe lectura de las circunstancias políticas y sociales por parte de Sebastián Lerdo de Tejada, le abrió la puerta a la llegada de Porfirio Díaz.
En ese contexto, prácticamente nadie puede negar que la primera etapa de la revolución sandinista, en los años ochenta, fue una epopeya revitalizante para la región y las luchas latinoamericanas. Una vez consumada la victoria, Daniel Ortega, rodeado de personajes brillantes, gobernó razonablemente bien durante cinco años y en un proceso democrático entregó el poder a Violeta Chamorro. Se comportó a la altura del momento histórico que las circunstancias le designaron.
No obstante, en 2007 regresó al poder y desde entonces ha decidido aferrarse a él. Y no sólo eso; ha anulado toda oposición real, hundido a millones de nicaragüenses en la miseria y consolidado una cleptocracia familiar llegando a la desfachatez de tener a su esposa y antes admirada revolucionaria, Rosario Murillo, como Vicepresidenta.
¿En qué momento perdieron la cabeza y sucumbieron ante las mieles del poder? Difícil saberlo. Lo que sí podemos decir con toda categoría el día de hoy, es que parece que los días de la dictadura sandinista están contados.
En las últimas semanas, lo que comenzó como protestas atomizadas en contra de cambios drásticos en el sistema de pensiones del país, se ha convertido en una revuelta social que ha aglutinado todo el malestar acumulado durante 11 años de autoritarismo. Particularmente, los jóvenes del país se han volcado a las calles y encabezado un nuevo despertar social que el régimen sólo ha sabido contener por la vía armada. Exhibiendo su podredumbre, al día de hoy se habla de 53 muertos a manos de las fuerzas del “orden”.
Al igual que en los años convulsos de las guerras civiles centroamericanas, los obispos católicos de la región se han ofrecido a ser interlocutores para encauzar los ánimos y pacificar el país. El único gesto de concordia que Ortega ha tenido hasta el momento es aceptar el arribo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a Nicaragua.
Sirvan como termómetro de la situación los comentarios de dos referentes de la intelectualidad nicaragüense. Ambos simpatizantes de los sandinistas en los años de la revolución y hoy feroces defensores de las libertades y la democracia ante la dictadura; Gioconda Belli: “Se trata de inaugurar una nueva época en nuestro país, entonces: cuídense del sentimiento de poder. Es nefasto. Hagan lo que deben, no hagan solo porque pueden. No admitan la venganza como motivación. Somos diferentes. No somos ellos. Somos la gente”. Sergio Ramírez: “El país ha despertado por fin, gracias a una juventud valiente y limpia, que le ha puesto a Nicaragua su marca de país, la marca de la ética. En las calles, a pecho descubierto, sin armas, enfrentando la mentira oficial, estos muchachos le devolvieron a Nicaragua la decencia”.
Los días de la dictadura sandinista están contados. Por el bien de Nicaragua, por el bien de la región. Un nuevo mañana es posible.
¿Alguien puede asegurar que esto ya está decidido?
RAÚL CASTELLANOS HERNÁNDEZ / @rcastellanosh