El gran tema de conversación de esta semana fue la propuesta de 20 reformas constitucionales que el Presidente de la República envió al congreso y publicitó ámpliamente por todos los medios a su alcance.
Más allá de su pertinencia y su utilidad, esas 20 iniciativas han rendido los frutos políticos del cálculo presidencial: colocarlas en el centro de la agenda del proceso electoral presidencial.
Y es que se ha hecho costumbre que las elecciones en México se rijan bajo las reglas de los concursos de popularidad y simpatía.
El electorado pondera todo tipo de atributos en los candidatos y pierde de vista que son personificación es de un proyecto de nación.
Ese proyecto de nación en forma de plataforma electoral y propuestas de campaña debería ser la base para debatir y el único parámetro para decidir por quién votar.
En resumen, no se debía votar por la persona, sino por el proyecto.
Hoy sucede, sin embargo que tenemos un presidente dueño de las percepciones, de la agenda pública y hoy, del debate electoral.
El presidente como una especie de predicador dicta lo que es bueno y lo que es malo y su palabra es el único idioma permitido en el debate político y electoral.
Es el primer proceso electoral en donde la agenda no la ponen los candidatos.
A las candidatas y al candidato el Presidente les impuso la melodía y la letra para bailar el slam del proceso electoral.
¿Cómo logró el Presidente eso que escandaliza tanto a los juristas?
Pues haciendo bien eso que los juristas apenas están aprendiendo y ensayando: comunicando en el idioma de la gente, del “pueblo”.
Mientras el Presidente le habla al grueso de la población, los agraviados (aún pudiendo tener la razón) siguen hablando entre sí con un lenguaje que sólo unos pocos comprenden y que sólo llega a una minoría.
Las reglas del debate cambiaron. No se convence con argumentos y las falacias son fácilmente comprendidas, aceptadas y reproducidas por quienes tienen esa simpatía personal con el Presidente.
Por más que se siga hablando de que dicha reforma es innecesaria, impertinente y hasta inconstitucional (Yaniv Roznai tiene todo un tratado al respecto), la discusión difícilmente abandona los círculos académicos.
Mientras no seamos capaces todos de hablar en el mismo código de lenguaje seguiremos en Diálogos de sordos.
Y es más fácil que los “técnicos” del derecho aprendan a hablarle a la gente en su lenguaje, que la gente aprenda el lenguaje de esa minoría étnica en que se han convertido algunos académicos.
No es que el pueblo no entienda de razones. Es que el lenguaje con el que se le pretende convencer de esas razones es, para el pueblo, una lengua impenetrable.
*Magistrado de la Sala Constitucional y Cuarta Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca.