Treinta y tres años después la historia amenaza con repetirse y no como la farsa advertida por Hegel y registrada por Marx. Si en 1989 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama anunció el fin de la historia –la historia como lucha de clases, claro–, los fantasmas del viejo comunismo que se niega a morir siguen deambulando por los conflictos de la Europa moderna.
En su discurso pronunciado en la fiesta de aniversario del People´s Paper en abril de 1856, Marx presentó casi como maldición la aparición de “nuestro buen amigo Robin Goodfellow” y lo caracterizó como “el viejo topo que sabe cavar la tierra con tanta rapidez” que representaba “a ese digno zapador que se llama revolución”. Desde entonces, el viejo topo de la historia merodea por las victorias capitalistas que no supieron transformar en bienestar social.
Entre muchos de los elementos que se están apareciendo en Ucrania, hay que registrar y articular los que están configurando una segunda fase de la guerra fría ideológica entre el capitalismo estadounidense en crisis permanente y el comunismo sobreviviente en la Rusia postsoviética. Como en los años de la primera guerra fría, China se ha colocado en primera fila para ver a sus adversarios destruirse entre sí.
En 1989 el líder soviético Mijaíl Gorbachov encabezó lo que quiso vender como una transición de la Unión Soviética a un régimen comunista-democrático, una síntesis oximorónica de resultados imposibles e imprevisibles. A pesar de que en esos años de la crisis 1989-1991 Gorbachov escribe en sus memorias que estaba releyendo las obras completas de Lenin, la realidad de la evolución soviética fue el tránsito del comunismo al capitalismo depredador de la privatización de las utilidades productivas y de construcción de grandes corporaciones de intereses con el poder político.
El presidente Bush Sr. nunca entendió el tránsito soviético y se dedicó a administrar la estrategia heredada de Reagan para destruir a la Unión Soviética y no para hacerla transitar hacia la modernidad. La sociedad norteamericana careció también de un proceso de transición y prefirió un salto al vacío a la frivolidad del presidente William Clinton. Estados Unidos tampoco pudo construir una transición de régimen posterior a la dinámica ideológica de la guerra fría. La oscilación pendular de demócratas y republicanos perdió el enfoque estratégico y se ahogó en la respuesta al terrorismo radical árabe.
Ahora Putin parece haber convocado al viejo topo de la historia que está tratando de desfondar el sistema geopolítico dominado por un imperio estadounidense que perdió sentido y rumbo y que hizo el ridículo en Irak y Afganistán tratando de occidentalizar sociedad de religiones antiguas. Con la lápida de la derrota en Afganistán, el retiro vergonzoso de la tierra ocupada durante 20 años y el regreso victorioso del fundamentalismo talibán que destruyó en horas lo poco construido por la invasión estadounidense, ahora Estados Unidos quiere enviar tropas a Ucrania para impedir la ocupación rusa de un país que hace frontera física con el inmenso territorio de Rusia.
Sin embargo, Joseph Biden no es, ni con una mirada generosa, el Ronald Reagan estratega que inició la carrera armamentista para destruir el presupuesto soviético y que apoyo la decisión de Gorbachov de conducir a la Unión Soviética hacia un capitalismo imposible hasta la fecha. Biden quiere tensionar las relaciones con Rusia en Ucrania, mientras Putin sigue manteniendo un pie en Cuba y otro en Venezuela y está tratando de articular relaciones estratégicas con los gobiernos populistas de Iberoamérica y el Caribe.
El problema de la Rusia de Putin no radica en su claridad de objetivos geopolíticos para confrontar a Estados Unidos en la configuración de un nuevo reparto del mundo; en realidad, el principal obstáculo de Putin se localiza en la economía capitalista de grandes corporaciones productivas que tienen el control del país y que no han podido fundar un nuevo sistema económico de Estado que no reproduzca las viejas contradicciones del pasado cuando el gobierno soviético sacrificaba bienestar social para usar los recursos en una carrera armamentista que se tragaba todos los rublos disponibles.
La segunda guerra fría podría terminar en la farsa hegeliana advertida por Marx si Moscú no logra los fondos presupuestales necesarios para un rearme militar y para regresar a la intimidación de las armas nucleares. La Unión Soviética y Estados Unidos tienen grabado en el fondo de sus conciencias el fracaso de las invasiones a Afganistán y la imposibilidad de imponer gobiernos funcionales a los intereses de cada país. Ucrania se aparece más bien como una porción territorial más estratégica para Rusia que de utilidad práctica para Estados Unidos.
Y por los indicios de la crisis económica internacional, la segunda guerra fría tampoco alcanzaría para una reorganización de bloques mundiales, sobre todo porque los más interesados en diluir esas tentaciones serían los países europeos que siempre se han sentido el espacio territorial de guerras mundiales depredadoras. Estados Unidos quiere reconstruir la OTAN militar y Biden parece estar de acuerdo con la propuesta de Donald Trump de crear una Fuerza Armada europea.
Putin y Biden están muy lejos de los pensamientos estratégicos geopolíticos de Stalin y Brézhnev y del Ronald Reagan que fortaleció la potencia militar estadounidense. Y las comunidades de inteligencia y seguridad nacional de Rusia y EU carecen ya de autonomía relativa para iniciar de manera subterránea una guerra de posiciones entre las dos naciones.
La única victoria hasta ahora es la aparición del viejo topo de la historia en el discurso ruso y la incapacidad ideológica de Estados Unidos para volver a vender al capitalismo como el paraíso terrenal.
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