El mayor desafío sanitario y económico a la humanidad en la historia moderna, el Covid-19, no alcanzó a eclipsar una grave asignatura pendiente para una gran parte del orbe, comenzando por la autollamada capital del mundo libre, Estados Unidos: el racismo, la segregación étnica, la distinción de derechos por razones puramente genéticas, el color de la piel, el mandato de los genes, una redición del nazismo, fermento del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial.
El flagelo del racismo, por su alta versatilidad, ha podido adaptarse y renovarse en cada época, para ignominia del mundo entero. Infructuosa hasta ahora, o cuando menos no de éxito total, ha sido la lucha en contra de la exclusión, la discriminación y la xenofobia, y en favor de la pluralidad cultural y étnica.
El fenómeno arcaico del racismo, en sus expresiones infamantes, es el mismo, así se apele infundadamente a la ciencia, al derecho divino o a la simple y falsa incompatibilidad de las culturas.
El caso del afroestadunidense George Floyd y las expresiones xenofóbicas en California, los últimos días, nos recuerdan la vigencia de ese flagelo de intolerancia hacia la diferencia racial y cultural hasta en el país que deslumbró a Tocqueville en el siglo XIX por su espíritu cívico y democrático
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De ahí, la indignación generalizada, un movimiento que sacudió la conciencia universal sobre esa afrenta que es el trato discriminatorio hacia amplios sectores sociales por distintas razones, sociales, religiosas, ideológicas y, sobre todo, raciales.
¿Cómo es posible que en la tercera década del siglo XXI todavía se pueda discriminar a una persona sólo por su origen racial, en un país que ha fincado su prosperidad económica y social, su carácter de primera potencia mundial justamente en la diversidad étnica de sus habitantes, anglosajones, de origen africano, asiáticos y, de manera muy destacada, latinoamericanos?
¿Cómo es posible que, a más de 70 años de emitida la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todavía no se haya podido dar vigencia a su artículo 2 que consigna: Toda persona tiene los derechos y libertades proclamadas en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición
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Por eso las manifestaciones multitudinarias, como dieron cuenta este medio y centenas en el mundo entero, alcanzaron las ciudades de Nueva York, Los Ángeles, Washington, Londres, Berlín, Roma, Madrid, y varias de América Latina.
Pero la embestida derechista no cesa: apenas el jueves 11 de junio circuló profusamente un video en el que en un parque de Torrance, California, se apremia a una persona de origen oriental a que vuelve al país asiático a donde perteneces. Este no es tu lugar. Este no es tu hogar. No te queremos aquí
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Estas expresiones de racismo, en Minnesota, California, y en otros estados, nos hablan de una grave deficiencia de la democracia estadunidense, a más de 50 años de la lucha de Martin Luther King a favor de los derechos civiles de todas las personas, con independencia de sus orígenes y condiciones específicas.
Una larga lucha que incluye el formidable movimiento, en 1955, para permitir el uso del transporte público en igualdad de condiciones para todas las personas, sin lugares exclusivos para los anglosajones, luego de que Rosa Parks se negó a dejar su asiento, y como sanción fue recluida en la cárcel local.
Una larga lucha también para que hubiera acceso universal a la educación, especialmente la educación superior –antes vedada a los afroestadunidenses–, otros grupos y las mujeres; también, la lucha para que no hubiera barrios exclusivos para ningún grupo racial en las ciudades, a partir de la ley de igualdad en el acceso a la vivienda, para transitar al derecho de todas las personas al voto, sin importar el origen étnico. Ahora vemos que la herida de la desigualdad no está cerrada.
Pero las expresiones de racismo no son privativas de Estados Unidos. También han estado presentes en varias ciudades europeas en contra de la inmigración de origen africano y asiático. Aún más, la discriminación racial y cultural ha sido la bandera política principal de personajes como, en Francia, Jean-Marie Le Pen y luego su hija Marine, quien disputó de manera cerrada la presidencia del gobierno francés al actual mandatario Emmanuel Macron. Hoy la segunda fuerza política del país cuna de la ilustración, de la revolución antiabsolutista y los derechos humanos universales, es un partido neofascista.
Lo mismo ha ocurrido en Italia, con las organizaciones derechistas Forza Italiana, Liga Norte y el Movimiento 5 estrellas; en España, el Partido Popular y otras organizaciones derechistas han sido proclives a restringir derechos sociales a los migrantes con un espíritu xenofóbico y racista.
Aquí mismo, en Latinoamérica, el gobierno de Jair Bolsonaro ha tenido expresiones vejatorias en contra de sus propios grupos étnicos.
En suma, la lucha de las fuerzas progresistas universales en contra de la discriminación racial, la desigualdad social y la xenofobia, está lejos de estar ganada.
Es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.
*Presidente de la Fundación Colosio