Usted quiere ser candidato y ganar las elecciones. Quiere ser presidente de la República, gobernador, alcalde, senador, diputado, lo que sea.
El país –todo país– necesita gobernantes y legisladores que, en una democracia, son electos por la gente.
Mi voto es uno de los millones que usted, precandidato, necesitará para alcanzar su objetivo. Por eso le ruego que me diga: usted ¿qué propone?
Antes de la frustrada transición democrática había alguna pista para imaginar qué proponían los candidatos. Hasta la Presidencia de José López Portillo, los candidatos del PRI a cualquier cargo de elección popular se decían creyentes de la ideología del “nacionalismo revolucionario” y parecían aferrados a un modelo económico cerrado a la competencia externa y aplicaban una política económica y social que hizo posible la creación de amplias y heterogéneas clases medias.
Pero la clase media ilustrada, los estudiantes, empezaron a elevar sus demandas. Ahora ya no se conformaban con niveles de vida algo mejores; también exigían la democratización del país.
El presidente Echeverría no entendió el mensaje del movimiento estudiantil de 1968 y optó por integrar jóvenes a su gabinete y a otros cargos administrativos y políticos importantes. Adoptó la forma en que Cárdenas entraba en contacto con la gente y lanzó diatribas a “los riquillos” y los “imperialismos”: quiso mimetizarse con los estudiantes del 68. Lo que no advirtió fue que ese movimiento era la primera lucha masiva por la democracia y por un modelo económico y social que acabara con la pobreza, cáncer que ha corroído a los mexicanos desde la época colonial.
El presidente López Portillo también se autoengañó con el espejismo de la riqueza petrolera que parecía inagotable. Acertó al organizar un gran programa de seguridad alimentaria que, de haberse consolidado, habría cambiado para bien, para muy bien, el destino del país, expuesto hoy, además de otras tribulaciones, a la explosión de precios mundiales de los granos básicos. Pero se derrumbaron los precios del petróleo y dieron al traste con ese sueño; con todos los sueños.
El presidente Miguel de la Madrid, más cercano a la alta burocracia del grupo Hacienda-Banco de México que a las viejas estructuras del priismo tradicional, evitó que “el país se nos deshiciera en las manos” con severas políticas de ajuste. En su gobierno se inició un proceso de apertura comercial y económica que posteriormente arrasaría con una planta industrial atrasada y derivaría en uno de los peores crímenes de los economistas devenidos en políticos: el desmantelamiento de los instrumentos de fomento económico del Estado hasta que éste abandonó la función rectora y asumió la estabilidad de las finanzas públicas, como única responsabilidad económica.
Con las negociaciones, firma, ratificación y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el presidente Carlos Salinas propició la inserción de la economía mexicana a la de Estados Unidos y, en medida muy menor, a la de Canadá, convencido quizá de que a la caída de la Unión Soviética, víctima de sus propios vicios y contradicciones, se impondría la unipolaridad económica, política y militar del mundo. “Apostó”, como acostumbran decir los políticos mexicanos, y perdimos todos.
Al presidente Zedillo casi se le deshace el país en las manos, para usar la imagen delamadridiana, tanto por la tremenda presión de la deuda externa de cortísimo plazo –pagadera en pesos al tipo de cambio vigente– como por la desconcertante impericia y negligencia de su secretario de Hacienda. Estalló la crisis, Estados Unidos entró al salvamento con préstamos acumulados por 50 mil millones de dólares. Lo hizo porque el derrumbe económico de su socio en el TLCAN podría afectarlo y para garantizar el rembolso de las inversiones de los fondos de pensión de su país, que eran los principales acreedores de México. El presidente Zedillo rescató a los accionistas de los bancos pero, dijo, lo hacía para proteger el patrimonio de los deudores. El país quedó más dependiente y más endeudado.
El presidente Fox delegó el manejo de la economía en su secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, quien no encontró resistencias para consumar la eliminación de todo vestigio de política económica porque la sociedad, incluidos sus grupos más contestatarios, estaba ocupada en celebrar la alternancia, y el priismo, que pudo haber sido la única fuerza real de oposición, estaba a punto de desintegrarse después de su primera y devastadora derrota en una elección presidencial.
La gestión del presidente Calderón ha sido nítida: en lo económico, continuar con Carstens y luego él mismo, a través de interpósito cuate, la política instaurada por Gil Díaz; en lo político, declarar y hacer una guerra interna contra el crimen organizado, primero para ganar la legitimidad que no logró en las elecciones y luego, para acumular la fortaleza política necesaria para impedir que el PRI –causa de todos los males nacionales– vuelva a la Presidencia de la República.
Hasta 1994, ni el PAN ni el PRD parecían poner en peligro la hegemonía priista, pese al tremendo susto que se llevó el candidato Salinas de Gortari en las elecciones de 1988 y al clamor de todas las fuerzas políticas, excepto el priismo más tradicional, por una reforma electoral que eliminara toda posibilidad de fraude, diera autonomía a los órganos electorales y financiara a los partidos y campañas con recursos públicos con la idea, acaso ilusoria, de impedir que se filtraran dinero y poder del crimen organizado a las instituciones nacionales.
Un punto de inflexión en la historia política reciente del país fueron las elecciones intermedias de 1997, en las que el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. Deslumbrados por ese hecho insólito, los diputados del PAN y el PRD, liderados por Porfirio Muñoz Ledo, usaron la mayoría opositora como ariete contra el Ejecutivo Federal, al extremo de que vetaron al secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, hasta obligarlo a renunciar, acuciado por la matanza de Aguas Blancas.
Con o sin Muñoz Ledo, con o sin Chuayffet, el país entraba a la transición democrática. El PAN, que en los años setenta había sido tomado por los empresarios, llevó a uno de éstos a la Presidencia de la República.
Vicente Fox no proponía nada y dudo mucho que tuviera –y tenga– una idea clara del momento histórico que le tocó vivir como presidente y del papel que debería desempeñar el partido de Gómez Morín. Su oferta política se redujo a matar imaginarias tepocatas, lo que le dio la simpatía del respetable y el triunfo electoral.
Nadie advirtió en ello la necesidad imperiosa de promover la cultura política de la sociedad y con eso perdimos una vez más la gran oportunidad de construir una democracia que trascendiera el espot publicitario y la obsesión del poder, e hiciera posible el debate de ideas y propuestas; que aportara soluciones para una sociedad que está en crisis, en grave crisis.
Por eso pregunto qué propone usted, que quiere ser candidato a un alto cargo de elección popular en el país o en su estado.
Qué opciones encuentra para salir de la trampa de la violencia que ya no sólo está asociada al crimen y su combate, sino se ha trasplantado al lenguaje político y, a nosotros, los ciudadanos, nos hace desconfiar de los demás.
Qué propone para impulsar la economía, reactivar el campo y reconstruir la industria, que se reduce a unas cuantas sucursales de consorcios transnacionales, una cierta porción de empresas medianas y pequeñas con bajos niveles de productividad y competitividad, y abundantísimas microempresas, casi todas en la economía informal.
Qué propone, en fin, para disminuir y, en un tiempo razonable, eliminar la pobreza alimentaria y las degradantes formas de marginación social que son la gran cantera de recursos humanos para el crimen organizado y la emigración indocumentada.
Dígame, señor, señora, díganos qué propone.