Los presidentes de México no le rinden cuentas a nadie y el país, como en los momentos más difíciles de su historia, necesita más y mejor gobierno. Un gobierno que sepa lo que debe hacer y promover para iniciar la solución de los grandes problemas nacionales, y una administración pública eficiente, capacitada, diligente y honrada.
Al menos en teoría, los presidentes fueron electos, en parte, porque presentaron sendos programas de gobierno e hicieron compromisos que, aún más en la teoría, deberían cumplir, pues de lo contrario la nación se los demandará. El problema, claro, es que la nación es un ente inasible, abstracto, que no está en posibilidades de demandar nada a nadie y menos cuando su capacidad de demanda no está legislada.
¿Alguien le demandó Díaz Ordaz haber permitido la masacre de 1968? ¿Alguien juzgó a Luis Echeverría por sus excesos retóricos y políticos que frustraron la esperanza de mucha gente? ¿Y López Portillo rindió cuentas por atar la economía a los precios mundiales del petróleo? ¿Ante quién respondió Miguel de la Madrid por la apertura precipitada de la economía sin una previa o siquiera paralela preparación de la planta productiva nacional? ¿Quién reclamó a Salinas de Gortari por las imprevisiones políticas que desembocaron en un sangriento 1994?
¿Y Zedillo, ante quién respondió por haber salvado a los bancos con un costo altísimo para los que pagamos impuestos? ¿La Patria le demandó a Vicente Fox su incompetencia o su permisividad para el latrocinio de sus cuates, sus parientes y sobre todo los de su esposa? Y la cereza del pastel: ¿Le demandó a Felipe Calderón la incompetencia y prepotencia con que empujó al país a una mortífera guerra interna que fracturó a la sociedad mientras permanecía estancada la economía y la distribución del ingreso se polarizaba aún más?
Claro que antes del año 2000, muchos de los gobiernos construyeron el país moderno que hoy empezamos a ser en lo político y lo económico, pero ninguna lógica justifica los errores con los aciertos. Y como no existe legislación –y tal vez no la haya nunca– para juzgar integralmente las obras de gobierno, el único premio o castigo, en la medida que se respete, es el voto a favor o en contra, que por cierto no afecta al mal gobernante, sino a los candidatos del partido.
Lo que sí podemos hacer, y valdría la pena intentarlo desde los institutos de investigaciones políticas, sociales, económicas y hasta sicológicas, es identificar las causas profundas de los fracasos. Y probablemente el punto de partida deba ser el gran objetivo que mueve a los presidentes a dar una cierta orientación a sus gobiernos.
Desde Obregón hasta Abelardo L. Rodríguez, la gran motivación fue consolidar el gobierno revolucionario; la de Cárdenas, cumplir las promesas de la revolución y rescatar para la nación los recursos naturales. Ávila Camacho y Alemán fueron modernizadores, Ruiz Cortines puso orden en el caos del alemanismo y López Mateos acrecentó el poder del Estado y colocó a México en el mapa mundial. Sin la mancha del 68, Díaz Ordaz habría sido un presidente sobrio y constructor y tal vez no habría heredado el poder a Echeverría, cuyo gran motor fue restablecer la viabilidad del sistema político a través de la cooptación de toda una generación de jóvenes.
López Portillo inició la descentralización económica y trató de fincar la soberanía alimentaria, De la Madrid volvió a poner orden en el nuevo caos y Salinas trató de aprovechar la situación geográfica del país para enganchar nuestra economía a la de Estados Unidos. Zedillo enfrentó la que tal vez haya sido la peor crisis financiera de México, aunque a costos muy altos para la sociedad –el rescate de los bancos y banqueros– y para el país: la factura petrolera como garantía del préstamo de Estados Unidos y el compromiso de la “democratización”, que en esos días equivalía a remover al PRI del gobierno. ¡Cumplió con los prestamistas!
Fox es un caso aparte. Si algo positivo hay en el balance de su gobierno es que no reprimió, pero entre 2000 y 2006 México perdió la oportunidad de avanzar varios decenios en el desarrollo de la democracia, si el presidente hubiera tenido una idea así fuera primitiva de su papel en la historia. Donde no encuentro nada que aplaudir –tal vez porque los fanatismos me hacen el efecto de vomitivos– es en el gobierno de Calderón. Su habilidad para el discurso político y su aparente moral panista me hicieron suponer que el suyo sería un gobierno conservador pero constructor; nunca pensé que lo cegaría la obsesión de regresar la historia al siglo XIX para llevar al país a la época de Miramón, el Arzobispado y la represión de los indios y menos aún, que convertiría al país en botín de sus amigos y los amigos de sus amigos.
Necesitamos, decía al principio, más y mejor gobierno, porque ya comprobamos, con mucho sufrimiento humano, que la competencia entre las codicias de los inversionistas –por ejemplo entre Salinas Pliego y Slim– no puede ser, aquí ni en cualquier otra parte del mundo, el motor del crecimiento de nada bueno, y menos de la economía.