La violencia criminal y los graves problemas que están deteriorando la vida nacional requieren un Estado fuerte y un presidente de la República cuya fortalezca surja del apoyo popular genuino y de su capacidad para convocar a las fuerzas políticas, las organizaciones sociales, la academia, la intelectualidad y los medios en torno a programas específicos acordados por todos.
Felipe Calderón no ha podido lograr un liderazgo firme con raíces en la sociedad, las instituciones y organizaciones porque ha roto las vías de diálogo con las fuerzas políticas del país: PRI, PRD, los partidos de AMLO y corrientes del propio PAN. LA ruptura se debe a la intolerancia que le atribuyen quienes lo conocen y a que Germán Martínez y César Nava, convirtieron la política en pendencia y el segundo incumplió sus compromisos con el PRI: esto es letal para la confianza en la política y en la vida.
Felipe Calderón no puede crearse una amplia base de apoyo popular porque cree que la gente es incapaz de pensar, opinar y asimilar ideas, por lo trata de allegarse su apoyo con la manipulación publicitaria.
Este presidente, como su antecesor, rige sus declaraciones y actos por los resultados de las encuestas, pero no admite críticas, no reconoce errores y no tiene contacto con la realidad más allá de los estancos que construyen los encuestadores con la peregrina idea de clasificar las opiniones de la sociedad. No se ha percatado de que las encuestas miden algunas tendencias, pero no sustituyen el contacto directo de los gobernantes con las personas.
El país necesita un presidente fuerte, repito, pero cuya legitimidad parta de la cercanía de la gente, como ocurre con Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, país más extenso y poblado de México. Los medios son vehículos importantes para el acercamiento del líder con la población, pero no sustituyen su diaria y genuina relación con la población real.
Felipe Calderón se convirtió en presidente de la República con poco más de un tercio de los votos emitidos y con una ventaja inferior a 1 por ciento sobre su más cercano competidor, y en un proceso electoral que el TRIFE calificó de irregular, no obstante que lo validó. Lo más probable es que el próximo presidente de México sea un priista – quizá Enrique Peña Nieto – y que sus votos no rebasen el 50 por ciento de los emitidos. Necesitará ganar legitimidad para poder gobernar un país cuyos problemas serán los mismos de ahora, pero agravados.
Calderón probó que crear un enemigo externo común, como el narcotráfico, no legitima a ningún gobierno ni lo provee de la autoridad que nace de la democracia. El próximo presidente tal vez sea postulado por una coalición (PRI-PVE-PANAL), pero eso no le dará votos suficientes para ignorar a las fuerzas políticas minoritarias.
Tendrá que ganarse la confianza al pueblo en torno a ofertas concretas y metas medibles, por lo menos en tres grandes áreas críticas para el país: seguridad pública, abatimiento de la desigualdad y la marginación y el crecimiento de la economía real y la inversión nacional en la agricultura, la minería y la industria.
A estas tres áreas deberían asociarse todos los programas de gobierno: infraestructura, educación, salud, comunicaciones y transportes, relaciones exteriores, normatividad de las instituciones financieras, etc. Tanto en el gobierno como en las empresas y en la sociedad entera debe emprenderse una cruzada nacional por el Estado de Derecho y contra la corrupción y la impunidad, pues de otra manera nadie confiará en nadie.
El nuevo presidente tendrá que convocar a todas las organizaciones con alguna representatividad a sumar fuerzas en torno a esos programas concretos y, en ejercicios honrados y leales de planeación, conciliar la participación democrática con las necesidades técnicas para definir objetivos cuantificados, calendarizados y mensurables, y atribuir responsabilidades claras y también medibles a cada uno de los actores.
Es posible que la coalición de fuerzas organizadas aconseje que tal o cual programa, tal o cual dependencia federal, queden a cargo de representantes de los partidos de oposición. Si fuera el caso, el futuro presidente debería invitarlos a colaborar, no para darles una cuota o un pedazo del “pastel” del que todos coman (medren) y estén a gusto (comprados) porque un funcionario de oposición puede operar mejor ciertos programas y responder – ante el presidente y eventualmente ante el Congreso – del manejo de los recursos y los resultados de su gestión. Todo funcionario, los del partido del presidente, los de oposición y los sin partido, tendría que asumir una serie de compromisos explícitos y responder por su cumplimiento.
Esta sería la forma más democrática y eficaz de legitimar y fortalecer al presidente y devolverle la fortaleza al Estado nacional. Una fórmula de este corte confirmaría, en los hechos, que el presidente gobierna con todos y para todos, fortalecería su autoridad y facilitaría sus relaciones con el Congreso y los gobernadores.
El presidente Calderón ha probado algo más: comunicarse con la gente a base de espots publicitarios y decálogos retóricos revela un profundo desprecio del político sobre la población que confió en él a través del voto. La comunicación del gobierno debe respetar la inteligencia de la sociedad – o cuando menos su intuición –, informarla y explicarle con claridad y sencillez las opciones en cada problema y los argumentos del gobierno para tomar una decisión en lugar de otras. Claridad y sencillez no porque seamos un pueblo de imbéciles, sino porque no somos una sociedad de especialistas en todo.
Estoy convencido de que urge una reforma hacendaria que abarque ingresos, gastos, deuda, federalismo fiscal y rendición de cuentas. Esa reforma sólo será posible si se negocia con todos los actores: empresas grandes medianas y pequeñas, asalariados, desempleados, partidos políticos, organizaciones sociales, académicos, intelectuales.
Pero quiero ser claro: necesitamos esa reforma; no necesitamos que nos haga la “vendan” como una “reforma estructural” o como “generosidad hacia los que menos tienen” ni ningún engaño de ese jaez.
El gobierno y el Congreso deben determinar las necesidades de recursos propios adicionales en los próximos tres o cinco años, eliminar el gasto corriente dispendioso – todo, todo – y confrontar dos gráficas: la de distribución del ingreso y la de la distribución de los impuestos adicionales al ingreso.
Paralelamente, debe romper el tabú del IVA en alimentos y medicinas, pero con algún mecanismo que proteja a los pobres y clases medias bajas. La gente no se niega a pagar impuestos; se niega a pagar y que otros no lo hagan.
Cuando me enteré de que el SAT, motu proprio, les “perdonó” muchos millones de pesos a empresas y particulares y se niega a identificar a los beneficiarios a pesar de la lucha del IFAI y con el apoyo de la CNDH, me enfurece ser un causante cautivo porque francamente no quisiera pagar un solo centavo hasta que el SAT acredite su imparcialidad y legalidad.
La autoridad fiscal no debe dar privilegios a escondidas a los ricos y muy ricos; eso le quita toda razón moral para exigirme a mí que pague mis impuestos cuando vivo de una pensión mínima y del modesto trabajo que puede hacer un jubilado. Si el SAT hizo lo que debía, no veo por qué haya recurrido a todas las instancias legales a su alcance para ocultar los nombres de los beneficiarios.
Éstos son los temas que merecen la opinión de la sociedad y sobre ello debe el gobierno difundir toda la información.
Es improbable que el actual gobierno recupere la confianza de la gente y de la clase política y el presidente Calderón logre el liderazgo perdido. Esto es lo que recomiendo en síntesis al próximo presidente: legitímese por inclusión, no mediante enemigos públicos; incluya a todos en torno a programas con objetivos surgidos de acuerdos políticos honrados, leales y transparentes; escuche a la población, respete su inteligencia e intuición y hágalo con el ánimo de modular e incluso corregir las políticas y programas públicos. Usted será presidente; no será dueño de la verdad.