La renovación de la dirigencia nacional del PRI en septiembre próximo, con la ratificación del método de la elección directa y abierta, es mucho más que un relevo burocrático de estructuras y personas: es la oportunidad de oxigenar la vida interna de la principal fuerza política del siglo XX y buena parte del siglo XXI, y devolverle el espíritu constructivo de lucha que gradualmente se fue diluyendo, instalado en el gobierno y en la oposición.
Faltan varios meses para que se defina el rostro de la nueva dirigencia, pero vale la pena reflexionar desde ahora, y en mi caso concluir en que lo importante es el proceso, y de manera particular el método y el procedimiento, del que emergerá la nueva dirigencia en esta hora difícil para todas las fuerzas políticas, incluida la gobernante, por el peso desmesurado de quien encabeza el Poder Ejecutivo.
La decisión del Consejo Político Nacional (CPN) del partido de apostar por el mandato de la militancia, apoyado en su propia organización institucional, todavía la más posicionada territorialmente en el deteriorado sistema nacional de partidos políticos, fue una determinación encomiable que no niega las dificultades operativas de un evento que involucra a millones de afiliados.
Un método que tendrá que ser replicado en aquellas entidades donde deban renovarse las dirigencias locales, para que la fuerza de la democracia revitalice las estructuras del partido en todos los niveles directivos. Es un mensaje de rencuentro con quienes tienen la legitimidad sustantiva para reconstruir lo que es suyo, los militantes de base, cada uno con una biografía propia.
Reivindicar y ratificar el mandato de la militancia no fue un resolutivo terso, pues siempre hubo la tentación minoritaria pero estridente, identificada con algunos gobiernos precedentes, de reditar las prácticas del pasado, la decisión de cúpulas con un resultado prefigurado, la democracia cosmética, la legitimación formal de un producto emanado del verticalismo autoritario, totalmente incompatible con los retos del presente.
Ya comentábamos en este mismo espacio de opinión, luego del primer resolutivo del CPN, que habría resistencias a honrar el mandato de la militancia: El proceso avanza, pero el horizonte no luce despejado. La simulación le haría un daño inmenso, muy probablemente irreversible, a la que por décadas fue la principal fuerza política del país, y cuya historia se funde y entrelaza con la propia historia nacional
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Aún ahora ratificamos nuestra advertencia de que una renovación formalmente abierta a la base pero cupular de facto, dominada por la nomenclatura de siempre, los actores que han compartido y reciclado las posiciones de mando secularmente, sería un mensaje de autismo, de desapego a las exigencias de una militancia que exige, de norte a sur y de oriente a poniente, que su voz sea escuchada, y de un México diferente, de ciudadanos críticos y demandantes, que esperan prácticas frescas, innovadoras, de relación fluida con los actores políticos de todo género
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El elevado costo económico, o la dificultad de cualquier género, que impidió que el Instituto Nacional Electoral finalmente organizara el proceso interno, ofreció espacio a algunas voces para tratar de invalidar lo que ya había sido un resolutivo contundente del propio Consejo Político Nacional: democracia sin restricciones, voto directo de la militancia.
Finalmente prevaleció la mejor decisión ética y el mejor cálculo de rentabilidad política: sólo un ejercicio de consulta directa a las bases, y no una deliberación acotada a los órganos del partido, por representativos que fueren, puede sacar al PRI de su marasmo, sacudirlo desde su raíz, para que se reposicione como un interlocutor confiable y de peso en la nueva sociedad mexicana, una sociedad diversificada y plural que ya no cabe en los esquemas corporativos del pasado.
El fantasma de la división o más propiamente la realidad de la pulverización provendría justamente de la opción diametralmente opuesta, la decisión conservadora de otros tiempos: una artificial candidatura de unidad o una deliberación cupular con dados cargados y resultados perfilados por los intereses oligárquicos, los arreglos feudales de quienes se han rotado los principales cargos parlamentarios y de gobierno en los últimos sexenios.
Eso no significa que la elección abierta esté exenta de riesgos de interferencia de intereses de grupo y poderes de facto, pero esos riesgos son concomitantes a la democracia en cualquier sistema de partidos u organización política. Será responsabilidad de todos, especialmente de los órganos directivos de todos los niveles, cuidar la pulcritud del proceso. Garantizar el voto libre y abierto de la militancia.
Un riesgo infinitamente menor, sin embargo, que haber dejado la suerte del PRI a la decisión de los intereses cupulares de siempre.
Lo siguiente será, luego de elegir nueva dirigencia nacional, determinar qué tipo de oposición erigir ante el gobierno y qué tipo de opción construir para el pueblo de México, para las entidades federativas y para las comunidades inmediatas. Eso significa revisar a fondo doctrina y programa de acción, qué proyecto de nación para una sociedad que ya cambió, especialmente las nuevas generaciones, los hombres y mujeres, hoy ciudadanos, nacidos a partir de la última década del siglo XX.
Democracia interna y revisión a fondo de la doctrina, la mejor fórmula para encarar los grandes desafíos.