Mientras los demás partidos políticos dirimían sus diferencias a base de fracturas internas, el PRI mostró una imagen de cohesión hasta el pasado 4 de junio. Los resultados electorales locales del 5 –la pérdida de siete de doce gubernaturas– metieron al tricolor en el espacio político de la realidad: la redistribución del poder.
En un mes y días, el PRI entró en su propia zona de crisis: la pérdida de zonas electorales vitales, la disputa del poder nacional con los poderes locales, el atrofiamiento en la relación presidente de la república-PRI y la renuncia del dirigente priísta Manlio Fabio Beltrones con un discurso que identificó los puntos sensibles de la crisis del partido.
La crisis del PRI ya estaba pero había sido solventada con las victorias electorales. La derrota electoral del 2000 no alcanzó a ser razonada por los priístas y la victoria del 2012 regresó el optimismo del poder que no siempre es político o racional. El Pacto por México de 2013-2014 consolidó al PRI como en su edad de oro de los cincuenta y sesenta porque mostró que controlaba la agenda de la república.
La principal crisis del PRI no es la electoral, la de las derrotas; si nació sin competencia, el proceso de democratización nacional lo obligó a redistribuir el poder político, inclusive a ceder la presidencia de la república en dos ocasiones. A lo largo de ochenta y seis años –1929-2015–, la fuerza del PRI pasó del proyecto nacional a las corporaciones sociales y de ahí al aparato electoral.
El gran mensaje político de las derrotas en siete gubernaturas estatales radicó en el descubrimiento de que a estas alturas de la sociedad mexicana ya no basta el aparato electoral. Del desconcierto en el 2000 se pasó a la decepción en el 2012 y ahora al voto de castigo en el 2016. A lo largo de las campañas se le recordó al PRI que las arbitrariedades de gobernadores salientes se iban a pagar en las urnas pero desoyeron las advertencias. Al final, la libertad de voto que fue una de las dos banderas de la Revolución Mexicana dio cuenta negativa con el PRI.
Las derrotas en gubernaturas, la renuncia de Beltrones y el ascenso de Enrique Ochoa Reza son parte de la misma crisis del PRI: la necesidad de replantear su existencia. Fue paradójico ver que los primeros en acudir a la cargada con el nuevo líder priísta fueron los jefes de las corporaciones sociales que ya no aportan ni votos ni credibilidad. Y que esas fotos sólo multiplicaron los indicios de que el PRI aún no entiende su crisis.
El PRI de Elías Calles, de Cárdenas y de Alemán ya desapareció, el PRI que nació cómo apéndice del poder tampoco funciona en una sociedad liberalizada en lo económico de los hilos del poder presidencial, el PRI del presidencialismo es rechazado en las urnas porque hay una sociedad que exige partidos para la sociedad.
El desafío del PRI después de la derrota del 5 de junio y de la renuncia de Beltrones es el de la reorganización total y el de la rearticulación con la sociedad en función de los intereses de la sociedad y no de su papel como partido del gobierno. Por eso el PRI empezó mal su nueva fase: la designación de un nuevo dirigente en función de las prioridades presidenciales.
Lo que está en crisis en México es el concepto de partido político, lo mismo en el PRI que en el PAN, el PRD y Morena. Los partidos son instrumentos de poder de la oligarquía que los controla y no sirven para canalizar liderazgos sociales. Y el PRI podría comenzar por ahí: saltar de partido del presidente a un partido de una parte de la sociedad.
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