Para Carlos Ramírez, en el XX aniversario de su Indicador Político.
Érase un muchacho nacido el 30 de agosto de 1832 en el rancho La Mesa, cercano al antiguo pueblo de indios de Teocaltitán de la municipalidad de Jalostotitlán, un caserío de 30 almas en los Altos de Jalisco. Además de pueblerino era muy pobre, y huérfano por añadidura, pero había sido tocado por la gracia de Dios con el don de la pintura sacra. Así que muy joven aún emigró a la cabecera municipal y se empleó como pintor de fachadas y alarife en la decoración de templos para mantener a sus hermanos y a su madre. Así que la madrugada de un día de mayo salió a pie a la lejana estación de Santa María para tomar un tren a la capital del país en donde se colocó como pintor de anuncios en una empresa cervecera.
En aquella empresa pronto sobresalió pues terminaba dos cuadros en lo que sus compañeros uno, y esto le granjeó enemistades y envidias. Un día la caterva de díscolos urdió un plan para deshacerse del talentoso e ingenuo provinciano. Le dijeron que en Guadalajara el Ayuntamiento había lanzado un bando para pintar las fachadas de todas las casas de la ciudad y por lo tanto había trabajo abundantísimo para pintores de Jalisco. La oportunidad de regresar a su tierra, ganar dinero y ver a sus hermanos y a su madre aceleró el corazón del joven. Lleno de emoción dio las gracias a sus compañeros, quienes alegremente lo acompañaron a la estación de Buenavista a tomar el tren. Y no sólo eso, le acomodaron sus pocas pertenencias en una caja nueva de cartón atada con un mecate.
El muchacho les dio las gracias con lágrimas en los ojos y partió a su tierra. En Guadalajara se enteró de que el bando era una mentira y en la caja de cartón encontró papeles y trapos viejos. Entonces abrió los ojos. Pero sin amargura de la estación de ferrocarril partió a Jalostotitlán a pie, sin un cobre en la bolsa, y por el camino pintó algunas fachadas y bardas para comer.
Nadie recuerda ya el nombre de aquellos jóvenes corroídos por la dentera que se deshicieron del chamaco provinciano, pero es muy probable que a ellos deba la pintura sacra mexicana la carrera de uno de sus más altos exponentes: Rosalío González Gutiérrez, Chalío, nativo de La Mesa y ciudadano de Jalostotitlán, Jalos, como le llaman con cariño los habitantes de aquella parte del país al pueblo fundado en 1544 por Fray Miguel de Bolonia. El nombre (con “jota” o con “equis”) proviene de las palabras nahuas Xalli, que significa “arena”, ostotl, que significa “cueva” y tlan, que se traduce como “lugar donde abundan las cuevas de arena”.
En Jalos “se colocó como ayudante del pintor Federico de la Torre quien, con el alarife Ramón Pozos […] decoraba el santuario de Guadalupe y Templo del Sagrado Corazón”. De ahí salió a la capital en donde corrió la aventura que he relatado líneas arriba y regresó al pueblo a establecerse de por vida. En 1912 casó con María Cornejo “quien fue la fiel compañera en su vida laboriosa y le cerraría los ojos en el momento de su muerte”. María y Chalío no tuvieron hijos y adoptaron a una niña, Francisca, quien lo recordaba así:
“En su trabajo era muy metódico: a las nueve de la mañana ya estaba desayunando, después de ir a misa de 7 u 8, al terminar se subía a trabajar, bajaba a las dos, a comer y después se tomaba una siesta. A las cuatro ya estaba otra vez en su estudio, y a las 6:00 bajaba, se arreglaba, se iba a una peluquería que estaba a la vuelta de su casa”.
Debemos a la “Editorial Acento” y a la lente de un sobrino veracruzano de Chalío un espléndido rescate iconográfico de la obra del notable pintor jalostotitleco. Y los apuntes sobre su vida y obra a las plumas de Alfredo Gutiérrez, José Antonio Gutiérrez Gutiérrez, Francisco Javier Ibarra, Juan de Jesús Fuentes, Alfredo Gutiérrez y Noé Mota Plascencia, de cuyos artículos cito con abundancia. Gracias.
Ramiro González Martín, ingeniero civil de profesión, me recuperó la pista de este artista cuyo nombre creo haber escuchado en conversaciones de mi abuelo Miguel, el menor de un clan de pintores y yeseros de Los Altos apodados “los pelícanos” por frentones, prognatos y rijosos. “Con un compa”, rememoraba el viejo, decoraban templos en todo el país.
Un compa. Esa fue la clave. Un igual. Otro pobre. Un jodido más… pero tocado por la gracia de Dios, convertido en instrumento para plasmar en lienzos y muros delicadas imágenes de santos y vírgenes. Chalío aprendió a más o menos leer y por su mente nunca pasó la idea de que pudiera inscribirse en alguna academia de pintura, ni en Guadalajara y menos en la capital, en donde ya vimos cómo le fue. Fue siempre modesto, generoso, incansable y profundamente religioso. Lo único que lo diferenciaba de sus “compas” era una habilidad superior a la de ellos para pintar. Y esa habilidad, como la vida de todos ellos, estaba incuestionablemente al servicio de la iglesia. Chalío pudo haber sido el modelo del “Juan” de la canción “Tata Dios” de Valeriano Trejo: “Voy a regalar la siembra / Tata Dios así lo quiere / Y con Tata nadie Juega”.
¿Eran parientes esos hombres? Muy probablemente, aunque no es seguro. No hace falta mucha imaginación para adivinar el mentón prominente de Chalío y es evidente la dimensión frontal en el retrato de familia en donde mira a la lente con un gesto de impaciencia, como si le apurara regresar al estudio antes de que las pinturas se le secaran en la paleta. ¿Eran sólo paisanos alteños? Qué importa. Los declaro hermanos. Todos esos yeseros y pintores iban diario a misa de seis y comulgaban. Se confesaban dos veces a la semana (o pecadores fuera de serie, o poseedores de una vívida imaginación… como artistas). Eran devotos incondicionales de la virgen y compartían un carácter digamos que disparejo.
Recuerda su hija Paquita: “Hablaba solo, lo oíamos hable y hable, a veces enojado, lo que estaba haciendo no le parecía, y decía ‘No, no, no. Así no’. El no soportaba los aprendices, mucho muchacho muy joven quiso aprender, a César Ramírez en cambio sí lo enseñó, él aprendió sin que Chalío cobrara por sus clases […] Prefería relacionarse con la gente sencilla, recibía invitaciones a comer de parte de familias acomodadas del pueblo, pero él no se sentía a gusto”. Y supongo que ya habrá intuido el lector que en materia de dinero Chalío no pedía lo que uno supone justo. Es más, parece que a nadie informaba el precio de sus obras salvo los compradores, que nunca se quejaron.
Dicen sus biógrafos que podía estar días enteros sin salir de casa, “pintando 12, 15, 18 horas al día para sacar adelante sus compromisos con el nivel de eficiencia y calidad que lo caracterizaba […] Como un pintor hecho a sí mismo, autodidacta puro, inventivo, pragmático, siempre fiel a sus creencias técnicas y temáticas, respetuoso conocedor de sus carencias y osado con sus habilidades, Rosalío González nunca engañó a nadie”. No le gustaba que otros le ayudaran en la preparación de los lienzos y tampoco utilizaba pinturas comerciales. En Guadalajara compraba la materia prima. El mismo preparaba la tela y la colocaba en los bastidores; luego molía los pigmentos con una piedra de mano para que la pintura tuviera las tonalidades precisas.
“Las imágenes de la Virgen y los Santos las sacaba de revistas, estampas y cromos que le hacían llegar de distintas partes del mundo, a las que les imprimía su estilo. Gustó mucho de obtener sus modelos de gente del pueblo; en Tepa utilizó para uno de sus cuadros a un viejito limosnero. En la alegoría Ofrecimiento de la Parroquia de Jalostotitlán, la modelo de la entrega de la parroquia fue una joven de la localidad, y en el óleo La Asunción de la Virgen los angelitos son niños de Jalos. Muchos modelos los inventaba. Chalío no sabía historia del arte, pero tuvo mucha facilidad para adaptar estampas imaginarias y reales, o que veía en las revistas que le proporcionaban”.
Su otra pasión fue la fotografía. En 1911 estableció Foto Lux, empresa que además de permitirle una vida cómoda, le sometió a un “aprendizaje lumínico, figurativo, objetual, compositivo, en una palabra, fotográfico” que posteriormente traslado “a sus pinturas de diversos formatos para bien y para mal”, pues si bien en su pintura sobresale la perspectiva, algunas son como “fotografías de estudio largamente posadas”.
Otro estudioso dice: “Ciertamente no se descubre en la obra de Chalío una técnica que lo clasifique como un académico de la pintura, más bien tiene el color de un credo que quiere profesarse con los medios que dispone logrando bellas composiciones”.
El de Jalos no fue sólo pintor de iglesias. También se dedicó a decorar recintos familiares “tomando como modelo las formas del neoclasicismo hasta la pintura de personajes de las familias. Moldea estucos para adornar las casas, pinta piezas de ornamentación para las salas. Es él un autor que pone su arte al servicio de la piedad familiar, reproduciendo imágenes que hasta la fecha tienen en exposición a la veneración familiar. Cada expresión de un Cristo, de la Santísima Virgen maría, sobre todo bajo su advocación de nuestra Señora de la Asunción muestran el espíritu del pintor. […] La obra de Chalío es profundamente religiosa, es el artista que rasga los cielos para que baje a la tierra lo divino”.
Chalío murió el 24 de noviembre de 1958 en Jalos, a la edad de 66 años “después de soportar con cristiana resignación […] una trombosis cerebral [sin que] ningún cuidado médico ni medicina [lograra] levantarlo de su postración”. Poco antes de rendir cuentas a su creador, y ya enfermo y cansado, el pintor decidió que no moriría sin dejar su huella en “su querido pueblo de Tecua y, con grandes trabajos, decoró su templo de oro falso y latón especial alemán y la capilla de Santa Ana”.
Además de los innumerables trabajos como el de Tecua, los “familiares” y la fotografía, “la obra mural y de gran formato del jalostotitlense incluye más de 130 piezas, algunas de excelente manufactura, realizadas entre 1932 y 1955, en veintitrés años de intenso trabajo”. Hay obra suya en recintos de Pegueros, Tepatitlán, Guadalajara, Tlacuitapan, Cd. Guzmán, Zamora, San Juan de los Lagos, Jacona, Tamazula, Tingüindín, Jalostotitlán, Briseñas, La Barca, San Pedro Caro, el Distrito Federal y Papantla, en cuyo templo de Nuestra Señora de la Asunción nos dejó una serie de cuatro grandes murales al óleo de 13 metros cuadrados cada uno con otras tantas escenas bíblicas: Las bodas de Caná; La muerte de Nuestro Señor San José; El Niño Jesús ante los sacerdotes del templo y el Taller de Nazareth. Fueron comisionados en 1949 por el párroco Pedro Honorico cuando Chalío González era ya uno de los más reconocidos pintores de arte sacro de México.
Bien haría el lector en programar un viaje especial a Papantla este próximo fin de semana para admirar allá los murales del Gigante de Jalostotitlán. Vale.
Molcajeteando
A propósito de “El más triste de los alquimistas”, mi cuata Sagrario Cruz me lanza la siguiente cariñosa amonestación:
“Cuesta ¿Negro inglés? Tanto tiempo de andar con lobas como yo y ¿no has aprendido a aullar? Si este hombre era de Córdoba debió ser nieto de Yanga pues tiene toda la cara de los afromestizos de la región y tiene apellido de esclavo: “porte petit” se refiere a características físicas de los esclavos escritas en las cartas de compra venta y que pasaron a ser apellidos, hoy algunos muy rimbombantes como Delgado, Obeso, Chaparro, Canela, Pardo, Prieto, Moreno y Crespo. En este caso se especificaba que el esclavo era chiquito: porte petit. Seguramente provenía de un cargamento francés o del Caribe francés que invadió el mercado cordobés a fines del XVIII y principios del XIX.”
Lo que la vida enseña. Gracias, doctora Cruz.
Profesor – investigador en el Departamento de
Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.