El periodismo se ha convertido en una profesión de alto riesgo en México. En varios estados de la República la violencia, la muerte y el narcotráfico parecen ser una “fuente”, el contexto en el que se desarrolla diariamente el trabajo de los reporteros, articulistas y directivos de medios informativos.
Todavía no se había superado el riesgo de censura y atentados a la libertad de expresión por “motivos políticos”, cuando el crimen organizado apareció en escena -inficionado por el mismo virus que emponzoña a sectores del gobierno- y la emprendió contra los medios y sus trabajadores en dimensiones antes inimaginables.
Claro que desde el blindaje del altiplano -en donde la noticia del asesinato de la reportera de Proceso Regina Martínez en Xalapa se diluye en el caldo de horrores de limpias étnicas, redes internacionales de pedofilia, tráfico de órganos, asesinato de autoridades electas y creciente miseria de los más vulnerables- las informaciones del acoso a los medios adquieren una tonalidad anecdótica que les disminuye el carácter de urgencia que en realidad tienen.
El más reciente atentado contra el periódico El Norte en la zona metropolitana de Monterrey habría sido, hace quince o veinte años, una nota extraordinaria. Hubiera desatado un tsunami mundial de reacciones, declaraciones, exigencias y compromisos. El tema estaría en la agenda por mucho tiempo. Mas hoy, en el mapa del periodismo en el país, la violencia contra un medio importante se agrega a una rutina que produce débiles protestas, que se agrega al conteo estadístico y nos hunde cada vez más en la vorágine de la indiferencia.
En este caso es notable que las protestas hayan provenido principalmente de organizaciones de periodistas sobre todo extranjeras: condenaron el atentado y exigieron protección a los periodistas la Sociedad Interamericana de Prensa, Reporteros sin Fronteras, Artículo 19 y el gobierno de Francia. En México se pronunciaron los medios que firmaron el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia, pero no dejó de ser una declaración de condena.
Al repasar este incidente –que propongo como ejemplo de entre los asaltos criminales a diarios, revistas, televisoras y radiodifusoras que ya son parte de la vida cotidiana- recuerdo una memorable reunión de julio de 1979, cuando cientos de lectores se reunieron en torno a Manuel Buendía después del entonces insólito episodio de que un gobernador le amenazara públicamente nada menos que al salir de una audiencia en Palacio Nacional. Ahí dijo el autor de la “Red Privada”:
“Allá, en los estados, donde los estrechísimos círculos del poder local acogotan la economía de los editores combativos y pretenden lastrar el desempeño de los escritores comprometidos, el ejercicio del periodismo reclama una entereza excepcional. Aquí, donde las dicotomías del sistema se dan tan próximas a nosotros, de algún modo podemos arreglárnoslas para que los rayos no caigan precisamente sobre nuestro propio paraguas. Allá, donde las pequeñas comunidades de colegas pueden ser sometidas con la relativa facilidad por el puño del cacique regional, el grito de un reportero que ha recibido una paliza apenas se escucha afuera de sus propios dientes…si es que le quedan.
“Aquí, en la monstruosa caja de resonancia de la metrópoli, se da -como fruto de la pertinaz acción de las individualidades o de los clubes, del Sindicato y de otras agrupaciones como la de los Periodistas Democráticos- se da, repito, el hecho espléndido de una comunidad periodística cada vez más amplia, más integrada, más solidaria. Y dentro de este ámbito, ya no hay reportero, comentarista, fotógrafo o camarógrafo que se sienta solo, si en legítimo ejercicio de su profesión sufre agresiones físicas o morales, amenazas y cualquier otra suerte de manifiesta o larvada represión.”
Imagino lo que don Manuel sufriría si hubiera vivido para atestiguar lo que hoy sucede en este ámbito. El periodismo mexicano es objeto de un asedio que limita arteramente la libertad de expresión o que tiene como consecuencia la autocensura. Los medios y los periodistas enfrentan solos las agresiones, porque fuera de las condenas no hay acciones gremiales conjuntas encaminadas a disminuir los riesgos; y en cuanto a la “fiscalía especializada” montada por la PGR para investigar estos hechos, bueeeno… hoy es uno más de los mitos geniales proféticamente pergeñados por Pedro Aspe.
Fuera de algunas voces que claman en el desierto, como la de Regina Santiago, el acuerdo firmado el año pasado pareciera no tener seguimiento. No se conoce que se hayan realizado reuniones para evaluar la situación y la pertinencia de los acuerdos tomados, el cumplimiento por parte de los firmantes y, especialmente, cuáles con las condiciones que han propiciado o favorecido las muertes de periodistas.
A contrapelo, esta nueva cara del ejercicio periodístico se está convirtiendo en tema de análisis o en asunto de estudio en las universidades, pues ya es un importe factor a considerar en la descripción profesional. Con frecuencia mis alumnos tocan el tema en clase, y como muchos otros profesores, supongo, paso apuros tratando de explicarles lo inexplicable.
En un reciente seminario del Centro Knight para el Periodismo en las Américas de la Universidad de Texas, se plantearon tanto preguntas que no han encontrado respuesta, como otras que ni siquiera han sido formuladas en el nuevo contexto de peligro en el que se desarrolla una parte del periodismo mexicano.
Por ejemplo: ¿cómo manejan los medios la información sobre la delincuencia organizada?; ¿se preocupan de mantenerse al tanto de las investigaciones de los reporteros con la finalidad específica de tomar medidas para protegerlos?; ¿los medios ofrecen facilidades para que los reporteros utilicen celulares separados para asuntos particulares y profesionales?; ¿existen protocolos de manejo de la información que se investiga para determinar cómo, con quiénes y en qué momento se comparte esta información?; ¿los propietarios y los directivos de los medios se relacionan con las autoridades para proteger a sus trabajadores?; ¿las autoridades comparten información con los medios sobre protocolos de seguridad?
Estos y otros temas relacionados con la cobertura informativa de la violencia en realidad ni siquiera se han puesto a debate. Cada atentado contra medios o sus representantes desata una lluvia de condenas y declaraciones –del corte de “caiga quien caiga”, je, je- sin que éstas se traduzcan en acciones específicas para proteger al periodismo.
Y por otra parte se puede aventurar que no se sabe bien a bien si la presión hacia los medios es para que informen o para que dejen de hacerlo. Una parte de la delincuencia organizada ciertamente se ha beneficiado de la cobertura informativa cruda y abierta de la violencia porque ha fomentado el ambiente de temor propicio para desplegar sus actividades en distintos terrenos.
¿Qué es lo que se pretende limitar en los medios? Tenemos hipótesis pero pocas certezas. Mónica Medel, del Centro Knigth para el Periodismo en las Américas, dice: “Te vuelves un target cuando le pegas a las utilidades”; y llama a reflexionar sobre las consecuencias que puede tener la información que se publica.
Lo cierto es que a lo largo de estos dos años en que ha sido más notable el incremento del riesgo para el periodismo, medios y reporteros están solos. No se han desarrollado acciones institucionales para proteger a los informadores como parte de una estrategia de combate a la delincuencia organizada. Las declaraciones y las condenas ya no bastan. Urgen políticas públicas que reflejen el interés que las autoridades dicen tener sobre la información como un bien que es preciso proteger.
Es decir, los medios no sólo esperan solidaridad ante las amenazas que padecen. Cada agresión contra un medio o un reportero lesiona logros y valores sociales e institucionales que pueden ser difíciles de restituir y son, por tanto, de interés público.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
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