Peña Nieto no entendió que no entendió

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Si como dice George Santayana, la inteligencia es “la rapidez para ver las cosas como son”, Enrique Peña Nieto parece no poseerla. Pocas cosas más insultantes que la avalancha de spots con los cuales se congratula. Pocas cosas más degradantes que contemplar al dirigente de un país tergiversar, negar y distorsionar la realidad. Esa terca realidad reflejada en la violencia que no cesa, la corrupción que no para, la cuatitud que prevalece, los legados tóxicos de su sexenio por doquier. Un presidente que concluye su paso por el poder con índices de aprobación pingües y reclamos reiterados. Alguien cuyo nombre siempre será asociado con Ayot­zinapa, con la Casa Blanca, con el Grupo Higa, con la Estafa Maestra, con la decena de gobernadores indiciados o prófugos. Y a pesar de ello, sigue insistiendo en que él fue el incomprendido y nosotros los injustos. Él fue el impulsor de grandes cambios y nosotros los que no supimos cómo entenderlos o agradecerlos. Hasta el final de su sexenio, Peña Nieto demuestra que nunca entendió que nunca entendió.

Porque sigue machacando –vía spot tras spot– que las reformas aprobadas convirtieron a México “en una gran potencia”, cuando le falta mucho para serlo. Falta crecimiento, falta competencia, falta competitividad, falta productividad. El México moderno que se ha beneficiado de la apertura económica y el libre comercio, coexiste con el México donde 53 millones viven bajo la línea de la pobreza. El México que se aprovechó de la reforma energética coexiste con quienes no vislumbran sus beneficios. El país de privilegios y monopolios y exenciones fiscales y licitaciones amañadas y contratos para los cuates no se erradicó con el peñanietismo. El mirreynato político y económico trastocó cada promesa, cada expectativa, cada mejora anticipada. México quizás es un lugar más abierto y más competitivo, pero también es más desigual. El reformismo creó ganadores, pero en muchos sectores ganaron los mismos de siempre. Los que tenían acceso al picaporte de Los Pinos. Los que pudieron moldear las reformas a la medida de sus intereses.

No hubo un exceso de neoliberalismo, sino un exceso de patrimonialismo.

Un exceso de corrupción, de conflictos de interés, de enriquecimiento personal vía los bienes públicos. La Casa Blanca es el microcosmos de todo ello y por eso ofende que Peña Nieto diga que se disculpa cuando lo hace por los motivos equivocados. Sigue pensando que su error fue involucrar a su esposa; sigue creyendo que no incurrió en algo ilegal; sigue argumentando que el caso fue investigado y todos fueron exonerados. Sigue pensando que el conflicto de interés no es conflicto. Que se vale “comprarle” una casa– en términos privilegiados– a un constructor beneficiario de múltiples contratos, incluyendo el del tren México-Querétaro. Que se vale poner a la Secretaría de la Función Pública al servicio del presidente y Angélica Rivera, para limpiarle la cara a los múltiples involucrados. La Casa Blanca fue y siempre será el símbolo de un sexenio marcado por la rapacidad y la impunidad. Peña Nieto sigue justificando lo injustificable, y al hacerlo sólo constata la profundidad de la insensibilidad que siempre lo caracterizó.

Al lado de esa herida, profunda y abierta que es Ayotzinapa. La desaparición de 43 estudiantes. El pasmo gubernamental evidenciado por un presidente que viaja a China en lugar de ir a Iguala. La insolente respuesta de Aurelio Nuño ante la indignación social, cuando nos dice que la plaza pública pide sangre, pero no, el gobierno seguirá adelante con las reformas sin preocuparse por lo que ocurrió aquella noche, la más triste. Y ahora, después de dos informes presentados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, el reporte elaborado por el Equipo Argentino de Antropología Forense, un montón de libros producto del periodismo de investigación, varios documentales, y el fallo del Tribunal Colegiado de Tamaulipas evidenciando las fallas en la investigación de la PGR y exigiendo el establecimiento de una Comisión de la Verdad, Peña Nieto reitera su apoyo a la “verdad histórica”.

Manifiesta su respaldo esa gran mentira que armó Murillo Karam para hacernos creer que la única responsabilidad por los asesinatos y las desapariciones recae sobre el crimen organizado. Recalca que los muchachos fueron incinerados en el basurero de Cocula, cuando no hay evidencia forense que avale esa afirmación. Ignora toda la evidencia que hay sobre el involucramiento de la policía federal, la policía estatal, la policía municipal y el Ejército. Hace a un lado el hecho incontrovertible de que las confesiones de los presuntos culpables fueron extraídas bajo tortura. El presidente de México usa nuestros impuestos para promover de nuevo una gran mentira en cadena nacional.

Y remata diciéndonos que deja un país con paz social, como si julio no hubiera sido el mes más violento en la historia reciente. Como si 2017 no hubiera sido el año más violento de los últimos 20. Como si no hubiera más de 250 mil homicidios y más de 35 mil desparecidos. Como si México no fuera un país de fosas, de feminicidios, de ausentes. Como si la tortura no fuera utilizada de manera rutinaria tanto por el Ejército como por la policía. Como si las madres de tantos mexicanos no tuvieran que colar tierra en busca de los restos de sus hijos, ante la ausencia del Estado. Hoy México se encuentra en 10% de los países más violentos del mundo. Hoy, según un estudio reciente de México Evalúa, 87% de los crímenes permanecen impunes y en algunos estados la tasa de impunidad es de 99%. Ese no es un país en paz, ese no es un país con estado de derecho, ese no es un país que Peña Nieto ensalza, pero sólo existe en su imaginación.

Lo más triste, lo más grave, lo que más irrita es cuán fresco se ve en esos spots omnipresentes. Cuán rozagante está ante la cámara. Enrique Peña Nieto actúa como si se le hubiera quitado un peso de encima y lo hace por dos motivos: sabe que ya se va, y sabe que se va impune. Todos los mensajes del nuevo gobierno han sido de “borrón y cuenta nueva”, de perdón, de combatir la corrupción a partir del sexenio que empieza y no hurgar en el que termina. Lástima que sea así, porque no habrá castigo a su corrupción ni sanción a su cuatitud ni penalidad a su estupidez. Lo peor de la estupidez es su insistencia y México habrá pagado muy cara la de un presidente que se despide con spots, reiterándola.

Este análisis se publicó el 9 de septiembre de 2018 en la edición 2184 de la revista Proceso.

Fuente: proceso.com