Es difícil entender por qué siendo México un país de pobres, desempleados y supervivientes en la economía informal; siendo un país de jóvenes con acceso a la Internet y las redes sociales, no ha habido un estallido social, no ya como los que derrocaron a férreas dictaduras en el Norte de África, que es mucho decir, sino cuando menos como los que encendieron los focos rojos en España y Chile.
Una explicación es que los ciudadanos aún confían en las instituciones, sobre todo a raíz de la culminación de la reforma política 1977-1996, que demostró lo que parecía imposible: en el país del priismo se pudo lograr la alternancia sin derramamiento de sangre.
En este marco, era natural que el PRI perdiera las elecciones en 2000, debido a la crisis financiera que arrebató su patrimonio a cientos de miles de personas, y a que veníamos de un año infame de violencia política iniciado con el levantamiento indígena en Chiapas, que fue resuelto por medios políticos.
Se entiende que el PRI perdiera en 2000. Lo que no se entiende, es que una sociedad tan lastimada optara por el discurso panista de la democracia –que resultó falaz– y no por el discurso perredista de la justicia social.
Una explicación –la única razonable que he escuchado– es que los pobres, acuciados por las necesidades de supervivencia, no tienen conciencia de clase, mientras que los ricos saben bien cuáles son sus intereses clasistas y piensan y actúan a largo plazo, como demuestra Carlos Tello Macías en su espléndido ensayo “La revolución de los ricos”.
Los medios de comunicación, en particular la televisión, desempeñan un papel central en la degradación cultural. Supongo que los señores Azcárraga y Salinas Pliego creen que los contenidos infames sirven sólo para hacer negocio, pero en realidad sirven más para narcotizar a la gente y venderle una realidad tan ficticia como vulgar, que eclipsa en el ánimo colectivo la deplorable situación en que se vive.
Quizá por eso la minoría más alta de los ciudadanos (42%) votó en 2000 por Vicente Fox, un individuo dicharachero y vacilador, y no por Cárdenas, cuyas propuestas se acercaban más a la solución de los problemas de la gente. Labastida estaba llamado a perder, tanto por la herencia zedillista como por los gravísimos errores de sus estrategas de campaña.
En 2006, los electores dieron el mismo valor al discurso justiciero del PRD que al discurso democratizador del PAN: hubo un empate técnico y si se hubiera habido un recuento voto por voto y casilla por casilla podría haber ganado cualquiera de los dos candidatos, pero por una diferencia igualmente mínima.
En estos cinco años, el panismo se ha revelado como una versión “pirata” de lo peor del priismo, mezclada con una nebulosa ideología que pretende “reinventar” al país como si los conservadores del siglo XIX hubiesen ganado la guerra a los liberales y si no hubiera existido la revolución de 1913-1917.
La ciudadanía no es tan maleable como parece y el haz de prejuicios, mentiras e ineptitudes no puede sino garantizar la derrota del PAN en 2012, aunque el pragmatismo se imponga al “dedacito” y la candidata sea Josefina Vázquez Mota, sin duda la que más votos puede allegarle a su partido.
La contienda, como bien lo dijo Humberto Moreira, será entre el candidato del PRI y López Obrador, que no cederá el sitio a Marcelo Ebrard. Espero que la izquierda se unifique con López Obrador como candidato presidencial y Ebrard como el primero de la lista plurinominal para el Senado, y que unificada, se convierta en el imprescindible interlocutor de oposición que debió ser cuando menos desde 2000.
Y como el PRI postulará a Enrique Peña Nieto a menos que ocurra un milagro o una catástrofe, lo más probable es que este partido recupere la Presidencia de la República en 2012.
¿Para qué?
Esta pregunta sería legítima si no hubiera sido tomada por Manlio Fabio Beltrones como el eje de su campaña por convertirse en opción válida a Peña Nieto; pero usada con fines preelectorales, la misma pregunta es engañosa.
Con todo, debe haber respuestas, y las hay.
Una, obvia pero esencial, es que si el PRI recupera la Presidencia, se evitaría un tercer gobierno panista.
¿Y para qué evitar un tercer gobierno panista?
Para truncar el revanchismo decimonónico y recuperar la vigencia de los principios fundacionales de la Nación: la laicidad, la institucionalidad, la soberanía en el mundo global, la justicia social y la paz interior. Y para que el país acceda a una modernidad con crecimiento y justicia.
¿Qué significaría un nuevo gobierno priista?
Erradicar la improvisación, la ineptitud, el cuatismo y la corrupción monumental. Pero sobre todo, conciliar las tradiciones republicanas con la visión fresca de la primera generación de políticos madurados en el México en el siglo XXI.
¿Podrá y querrá el candidato del PRI hacer el gobierno que el país necesita?
No lo sé, pero Peña Nieto logró resultados muy apreciables en su gestión como gobernador del Estado de México. Tomo unos cuantos datos de su Sexto Informe: la tasa de homicidios dolosos bajó de 16.5 a 7.5 por ciento en un período de violencia explosiva en el país, reflejada en la duplicación de la misma tasa a nivel nacional: de 10.6 a 21.9. Y para no abrumarlo con cifras, le doy sólo una más: la deuda pública disminuyó en 25.2% en términos reales.
Quisiera creer que el país tiene soluciones y que el hombre con las mayores posibilidades de convertirse en presidente de la República podrá encabezarlo con un liderazgo democrático, que convoque a todas las fuerzas políticas y sociales a la reconstrucción nacional, y que adopte unas cuantas prioridades: la dupla educación-empleo y el abatimiento de la violencia sin dejar de combatir al crimen organizado. Todas las demás acciones del gobierno quedarían alineadas a estos objetivos.
Yo no esperaría más; tampoco menos.