No debiera ser, pero al final del día será inevitable: los efectos colaterales del coronavirusen sociedades políticas tensionadas trastocan los acuerdos entre las clases productivas y le otorgan a los Estados la capacidad de dirigir las soluciones a costa de intereses de clases y grupos. No se discute la democracia, sino la dirección política del Estado y la hegemonía en el gobierno.
El virus encontró a México en una fase de reacomodo de intereses en los mismos grupos que vienen moviéndose en el Estado desde la Constitución de 1917 como el consenso nacional de la Revolución Mexicana. A lo largo de más de cien años México ha oscilado en el péndulo del poder entre grupos progresistas y grupos conservadores. La mixtura en las decisiones ha impedido alzamientos, golpes de Estado, pronunciamientos rebeldes y revoluciones.
En 1985 el gobierno priísta de Miguel de la Madrid encaró el saldo social de un terremoto que destruyó colonias populares en la capital; la respuesta gubernamental buscó alianzas sociales para atenuar las protestas sociales; en el 2009 el gobierno conservador del PAN de Felipe Calderón padeció la crisis del virus aviar H1N1 con efectos rápidos de infecciones y muertes, y la respuesta fue la constitución de grupos plurales para consensuar soluciones.
La primera reacción del presidente López Obrador fue centralizar en su figura personal a todo el aparato público e impedir alianzas o acuerdos plurales. Todas las mañanas de 7 a 9 ofrece una evaluación oficial y ninguna figura del gobierno puede moverse por sí misma. Ante la dimensión de la tragedia, el presidente ha ido confrontándose con todos los grupos, sectores y personas que se niegan a someterse al modelo de presidencia unitaria. Los aliados del presidente son pocos: sus funcionarios, la mayor parte de su bloque legislativo y las masas sociales moviéndose en redes sociales. En año y cinco meses de gobierno, el presidente López Obrador ha tomado los hilos del gobierno, ha desarticulado a los organismos autónomos del Estado y ha creado una presidencia centralista.
Ahí es donde se percibe en México el ambiente del virus como una expresión de la dirección política del Estado y el conflicto entre dos hegemonías: la gubernamental y la de grupos excluidos del Estado. Y se han fijado dos posiciones: la de López Obrador que no quiere pactar con las oposiciones porque lo llevarían a acotar su proyecto de gobierno que tienen 30 años promoviendo y la de los disidentes que quieren obligarlo a pactar para acotar su modelo populista social de gobierno. Por eso se afirma que existe una lucha por la hegemonía en México, algo que el investigador Miguel Basáñez explicó en su libro La lucha por la hegemonía en México 1968-1990.
En la crisis del virus, López Obrador no quiere ceder sus proyectos insignia ni sus programas asistencialistas, aún a costa de desproteger a la planta productiva y al empleo. En cambio, una alianza estratégica se ha formado en organizaciones empresariales fuertes, una élite académica activa y los medios de comunicación que han criticado a López Obrador desde su activismo en la disidencia en 1988 y quieren regresar al modelo neoliberal de mercado.
La intensión dinámica entre los dos grupos revela la lucha por la hegemonía en el Estado. Si López Obrador cede y se alía a los disidentes, tendría que sacrificar su modelo popular; y si no cede y logra superar la crisis del virus y reencauzar lentamente al país en una actividad económica con tope de 2% de PIB promedio anual, habrá derrotado a sus adversarios.
Lo malo es que ninguno de los dos grupos ha presentado un proyecto de reconstrucción del modelo de desarrollo ni de reforma de la planta productivas para recuperar el ejemplo del periodo populista 1934-1982 de 6% de promedio anual de PIB. La crisis de México es de producción y distribución; el modelo populista ha priorizado el control político del Estado para contener a los empresarios y aliados, en tanto que el modelo de mercado sólo busca las utilidades y no el bienestar.
La disputa por la dirección política del Estado y la hegemonía dominante está limitando la lucha contra los efectos contagiosos del virus. El proyecto de acuerdo que busca el grupo liderado por empresarios inclusive lograría retrotraer el avance del populismo durante el casi año y medio de gobierno de López Obrador, pero el modelo populista sólo apela al control del Estado y nada tiene para potenciar a México a tasas de PIB de 4% o más.
Si se tensa la definición de esta guerra de posiciones gramsciana estaríamos en una lucha entre neoliberales de mercado contra populistas de Estado, en el entendido de que ninguna de las dos propuestas sacaría a México del hoyo recesivo de 2% de PIB promedio anual de 1983 a 2018, de -0.1% en 2019 y de -6 a -10% en 2020.
Si López Obrador llegó a la presidencia para imponer su proyecto social-popular, la alianza neoliberal quiere aprovechar la crisis del virus para derrotarla extra-urnas y restaurar el neoliberalismo 1983-2018. Ninguno de los dos grupos en pugna está pensando en el país y en modificar la estructura de la desigualdad de 80% de mexicanos en condiciones de carencias y 20% de ricos.
Hasta ahora López Obrador va ganando porque tiene a los opositores fuera del Estado y sin ninguna posibilidad de influir en las decisiones sanitarias. Pero la propuesta de López Obrador no reformará al Estado ni podrá cumplir su promesa de 4% de promedio anual de PIB. Pero en las disputas por el Estado en México no gana quien tiene una propuesta reformadora, sino quien ejerce el poder, lo sabe potenciar como hegemonía y mantiene a la oposición fuera del Estado.